jueves, 17 de mayo de 2012

Carlos Fuentes jamás dejará de existir

11 de noviembre de 1928-15 de mayo de 2012


Carlos Fuentes no ha muerto , ni ahora ni cuando sus dos hijos Natasha y Carlos murieron a los 29 y a los 25 años de edad, respectivamente . Carlos Fuentes trascendió el umbral  profundo e inmenso del dolor,  creció ante la tragedia . A Carlos Fuentes  lo inmortaliza su obra , su legado .

Habrá alguna voz divulgando que Fuentes ya estaba muerto desde hace años , que "murió cuando su hijo Carlos Fuentes Lemus se suicidó en Puerto Vallarta huyendo para siempre de la hemofilia y cuando su hija Natasha fue hallada bajo un puente del barrio de Tepito asesinada por manos anónimas y cobardes". 

Enorme estupidez y notable ignorancia . A un artista la muerte no tiene el poder de matarlo. Carlos Fuentes se superó más allá de lo imaginable, como atañe a su fuerza creadora. 

Antes de la muerte de Natasha escribe Carlos Fuentes ," En esto creo ". Aquí un capítulo  :
                               Hijos

He asistido al nacimiento de mis tres hijos. Mi primera hija, Cecilia, nació en la ciudad de México en 1962. Su madre, mi primera mujer, Rita Macedo, era una bellísima actriz de perfil mestizo, morena, de grandes ojos rasgados y pómulos altos. Empezaba a filmar El ángel exterminador con Luis Buñuel cuando los médicos le advirtieron la necesidad de reposo: estaba embarazada y su parto sería difícil. De hecho. Rita aparece en la escena final de la película, cuando los escapados del encierro se reúnen en una iglesia para dar gracias y descubren, nuevamente, que no pueden salir... Como suele suceder en el cine, la última escena es la primera en filmarse. De allí que Rita aparezca al final solamente .

Pero el parto de Cecilia no fue difícil. Sí fue, como lo es siempre este hecho natural y multiplicado entre todos, único y milagroso. Cada padre atribuye al nacimiento de un hijo cualidades maravillosas, intransferibles y difíciles de comprender en un caso que no es el propio, aunque cada padre, a su vez, sabe que él también dará carácter único al alumbramiento del hijo. El nacimiento de Cecilia fue un hecho musical. Pude haber oído o recordado palabras, imágenes, flores o frutos, animales o aves, ríos, océanos. Sólo escuché música. No lo explico. Tampoco lo imagino. Lo atestiguo. En el momento en que Cecilia apareció y gritó por primera vez, yo supe que escuchaba un dictado de la naturaleza, el más reciente pero también el más antiguo. Oír la voz del ser que nace es oír el eco del origen de todas las cosas. Es también oír un canto apasionado. Al nacer, una niña no grita sólo porque eso es lo natural. Su naturaleza, mediante la voz, está estableciendo allí mismo un puente abierto a la sociedad, la cultura, el amor. No es otro el milagro del nacimiento.

Cecilia llegó saliendo de la orfandad a la paternidad. Dejó oír en seguida la voz de la ternura y al abrazarla por primera vez yo sentí que mi cuerpo y el de ella se expresaban libremente. Padre e hija, distintos, pero ambos dueños, gracias a la hermosura de un instante, de una sexualidad libre en la que el deseo y el placer de la relación amoroso filial se confunden .

«La Fuentecita», «La Cordita», «La Ex Cordita» la fue llamando Luis Buñuel a medida que Cecilia crecía y Buñuel abandonaba su cruel fantasía de arrancarle a la niña la redonda cabeza y jugar al fútbol con ella. Creció con tensiones, sentimientos de abandono, una aguda mirada crítica y realista sobre las cosas y hoy, a punto de cumplirlos cuarenta años, da cauce cada vez más a un tierno vigor y a un estar sin complacencias ni hacia sí misma ni hacia los demás. A mí me exime de su rigor y me incluye en su cariño.

Pero viendo pasar la vida de mi hija, yo estoy para siempre detenido en el instante de su aparición, cuando escuché una música de la necesidad y el deseo. Una voz de auxilio, alegría, tristeza, que después se va perdiendo porque el habla y el canto ya no son la misma cosa. No lo permite la vida práctica. Es privilegio del nacimiento llegar cantando. Por todo ello la llamé allí mismo Cecilia, santa de la música, condenada a muerte por sofoco en su propio baño, decapitada sólo después de tres intentos fallidosdel soldado romano que la dejó agonizar durante tres días enteros. Nombramos para exorcizar. En 1972 me casé con mi segunda esposa, Silvia Lemus, y mi segunda hija, Natasha, nació en Washington en 1974. Fue una niña rebotona, alegre, llena de imaginación y humor. La gran ilusión de un padre es que su hija sea siempre una fuente de ternura y entre siempre a la sala haciendo cabriolas. Pero las fotografías se desvanecen, las gasas se rasgan, las sedas se amarillentan.

La Primera Comunión no es un evento eterno.

«Melania», entró Natasha diciéndole a una amiguita cuando ambas cumplían cuatro años y pasaban saltando por mi biblioteca, «te presento a mi papá. Tiene cien años de edad». Envejecemos a ritmos distintos. Se establecen conflictos entre separación y reunión. Cuando triunfa la separación, no debe haber inocentes ni culpables, sino el esfuerzo interminable de ajustar cuentas y encontrar equilibrios dentro de uno mismo, con nuestros padres, con nuestros hijos.

Natasha y yo hemos estado tan cerca y tan separados el uno del otro como cada cual dentro de su propia piel. Ella habla del «triste invierno» de su juventud, de sus repetidos intentos de hacerse mujer, inventarse y reinventarse una y otra vez. Quería agradar. Quería asombrar. A veces era una exiliada hambrienta en su propia casa. En una isla solitaria encontró un cajón de libros y regresó a sorprender a sus maestros, corregirlos, más adelantada que ellos, hasta exasperarlos: «Has leído demasiado, niña.»

Sabía demasiado, se escudaba en una cultura tan brillante como maldita. No sabía inventarse a sí misma en un escenario, en un pedazo de papel. Tenía que actuar su historia. Le faltaba salir de la reclusión de los placeres intangibles y brumosos a los espacios de la comunicación con los demás, escribiendo, actuando, dándole oportunidada sus talentos. Le faltaba descubrir la plaza donde ser todo lo que se quiere ser es una virtud.

A Natasha le di el nombre del personaje de La guerra y la paz, la bella Natasha Róstova, pero también el de la Filippovna de Dostoyevsky.  

Mi hijo fue un joven artista iniciando un destino que nadie podría deshacer porque era el destino del arte, de obras que al cabo sobreviven al artista. Tocando la frente afiebrada de su hijo, la madre se preguntaba, sin embargo, si este joven artista que erasu hijo no hermanaba demasiado la iniciación y el destino. Las figuras torturadas y eróticas de sus cuadros no eran una promesa, eran una conclusión. No eran un principio.Eran, irremisiblemente, un fin. Entender esto la angustiaba porque la madre quería ver en el hijo la realización completa de una personalidad cuya alegría dependía de su creatividad. No era justo que el cuerpo lo traicionase y que el cuerpo, calamitosamente,no dependiese de la voluntad.

Miraba trabajar a su hijo, abstraído, fascinado, mi hijo va a revelar sus dones, pero no tendrá tiempo para sus conquistas, va a trabajar, va a imaginar, pero no va a tener tiempo para producir. Su pintura es inevitable, ése es el premio, mi hijo no puede sustituir o ser sustituido en lo que sólo él hace, no importa por cuánto tiempo, no hay frustración en su obra, aunque su vida quede trunca...

Cuando escribí estas líneas, hace pocos años, las imaginé como un exorcismo, no como una profecía.    

Pensaba en mi hijo Carlos Fuentes Lemus, nacido en París el 22 de agosto de1973 y muerto en Puerto Vallarta, Jalisco, el 5 de mayo de 1999. Apenas empezó a caminar —cuando su madre Silvia y yo vivíamos en una granja de Virginia—, su cuerpo se llenaba de moretones y sus articulaciones se hinchaban. Pronto supimos la razón. Carlos, a causa de una mutación genética, sufría de hemofilia, la enfermedad que impide la coagulación de la sangre. Desde muy pequeño, debió someterse a inyecciones del elemento coagulante que le faltaba, el Factor Ocho. Pensamos que, aunque molesto,en este procedimiento se encontraba un alivio para toda la vida. La contaminación de las reservas sanguíneas por el virus del sida desprotegió a los hemofílicos, a veces por decisiones médicas equivocadas, a veces por actos de irresponsabilidad criminal de las autoridades en Europa y en los Estados Unidos. El hemofílico quedó desamparado, abierto a terribles infecciones y al debilitamiento de su sistema inmunológico.

Carlos tuvo una infancia de dolores, pero muy pronto, de una manera más que intuitiva, como si su precocidad fuese un anticipo de la muerte y un acelerador de su vida creativa, concentró sus horas en el arte de las palabras, la música y las formas. A los cinco años de edad ganó el Premio Shankar de Dibujo Infantil otorgado en Nueva Delhi, India: sus maestros en la escuela primaria a la que Carlos asistía en Princeton enviaron sus obras iniciales, sin que él o nosotros lo supiésemos, al concurso. De allí en adelante, Carlos nunca abandonó el lápiz primero, el pincel enseguida y sus tempranas adoraciones artísticas nunca: Van Gogh y Egon Schiele. Lo recuerdo, durante un viaje de verano por Andalucía, exigiendo que el auto se detuviese a cada momento para fotografiar, admirar y a veces recoger girasoles, como si se llevase con él un cuadro del pintor holandés. Plantó semillas de girasol en el jardín de nuestra casa en la Universidad de Cambridge, pensamos que perecerían en el frío inglés, pero al regresar una primavera, florecían como dentro de un cuadro... Luego, en un notable salto al pasado,Carlos descubrió el arte preciso y luminoso del renacentista Giovanni Bellini y la formalidad expresiva del pintor japonés, Utamaru. 

Éste era su acervo pictórico.La imagen empezó a ocupar el centro de la vida de Carlos. La imagen pictórica primero, en seguida la imagen literaria, al cabo la imagen fotográfica, inmóvil, y la cinematográfica, fluida. Fue como si entendiera que la imagen escapa a toda definición reductiva y abarca, en un acto casi amoroso, los sentidos visuales, auditivos, olfatorios,gustativos... Por eso fue tan dolorosa para él la meningitis que casi lo destruyó en enerode 1994, privándolo prácticamente de la vista y del oído que eran para él la compañía más íntima y sensual de su cuerpo enfermo. Sus pasiones eran Presley, Elvis Presley, Bob Dylan, los Rolling Stones, sobre todo Elvis: cada año, cada 16 de agosto, Carlos viajaba a Memphis para conmemorar el aniversario de la muerte de Elvis. Su colección de fotografías tomadas por él mismo constituyen un singular archivo de la inmortalidad del Rey del Rock.

Como a muchos padres que nos quedamos en José Alfredo Jiménez y Ella Fitzgeraid, a mí me resultaba difícil seguirle a mi hijo por los meandros de sus gustos musicales. En cambio, sentía una identificación amorosa con sus gustos literarios. La poesía de Keats, Baudelaire y Rimbaud, el teatro de Oscar Wilde, las novelas de Jack Kerouac y la filosofía de Nietzsche... Me di cuenta de que, en la lectura, Carlos trascendía la imagen para buscar afanosamente —no sé si para alcanzarla— la metáfora,es decir, la encarnación de las cosas del mundo en su parentesco más misterioso, máslejano pero más cierto: la relación más olvidada pero más natural, simplemente, entre esto y aquello. 

Carlos, desde el lecho de los hospitales que debió frecuentar a medida que recobraba milagrosamente la vista y el oído pero perdía, a veces por errores irresponsables e imperdonables de la cirugía, otras funciones vitales, no abandonaba nunca el papel y la pluma, el dibujo y el poema, en una búsqueda febril del sentido profundo de todas las cosas que le iluminaban la vida al tiempo que se la arrebataban. 
Digo «milagro». Tiene un nombre: la atención de un eminente epidemiólogo mexicano,el doctor Juan Sierra, devolvió a Carlos, una y otra vez, a la vida creativa.

Carlos realizó su trayecto artístico con urgencia, con alegría, con dolor, pero sin una sola queja. Sus ojos profundos, brillantes a veces, ausentes otras, nos decían que el dolor individual de nuestro cuerpo es no sólo intransferible, sino inimaginable para losdemás. Si no lograba transmitirlo en un poema o una pintura, el dolor permanecería para siempre mudo, solitario, dentro del cuerpo sufriente. Hay una gran diferencia entre decir «el cuerpo me duele» y «el cuerpo duele». Cómo darle voz a uno y otro dolor es el enigma planteado por Elaine Scarry en su gran libro. El cuerpo adolorido. Mi hijo Carlos se lo propuso a sí mismo en términos de urgencia verbal y visual. «¿Viviré mañana?», se pregunta en uno de sus poemas.

¿Viviré mañana? No lo sé decir.
Pero no me iré de aquí sin resistencia
Esta recámara es mi núcleo.
Pensar bajo las cobijas es mi fuga,
con los ojos cerrados,para escuchar un miedo escondido en el silencio, 
mi miedo que al romperse se vuelve el desconocido mal.
Sea bienvenido el misterio.
Pero mi reacción, desconocida también,
también por ello me aterra.
Entonces mi temor no tiene tiempo de pensar su propio terror 
y la belleza me embarga toda entera.

No existe lo predecible,y éste es el temor mayor.
[...]
Quiero verte 
en la misma posición, sacudida en llanto,
despojada por sólo una semana más 
de tus débiles apoyos. 
«Cada hombre mata lo que más quiere.»
Cada mujer se dejará amar hasta la muerte.
¿Cuál es el amor hasta la muerte?
¿Es sólo un peregrino de todas las semejanzas?

Mi hijo sentía una gran identificación con los artistas que murieron jóvenes, John Keats, Egon Schiele, James Deán, Gaudier Brezka... No tuvieron tiempo, me decía Carlos, de ser otra cosa sino ellos mismos. Alguna vez le hablé de su tío desaparecido,Carlos Fuentes Boettiger, el hermano de mi padre, muerto de tifoidea al iniciar sus estudios en la ciudad de México a los veintiún años de edad. Como Carlos mi hijo,Carlos nuestro tío empezó a escribir muy joven y publicó en Jalapa, Veracruz, una revista literaria que contó con el apoyo del poeta Salvador Díaz Mirón. Hay una extraña similitud entre el poema de mi hijo muerto a los veinticinco años y otra de mi tío muerto a los veintiún años. Encuentro en la revista Musa Bohemia un poema escrito por mi tío Carlos Fuentes en 1914:

Tengo miedo al reposo, aborrezco el descanso...
Me acobarda la noche.
Porque entonces mi vida se yergue en un reproche, 
me mira gravemente y me muestra después
el fantasma tremendo, la terrible vejez...

Ninguno de los dos Carlos llegó a «la terrible vejez», pero el temor de lo impredecible nos acerca a mi mujer y a mí, padres de Carlos Fuentes Lemus, al dolor que hoy entendemos mejor de tantos amigos nuestros que perdieron tempranamente a un hijo. 

Junta de sombras, fatalidades entrelazadas y muerte, junto con las personas, de todo lo que dejan, inerte, en un cajón, en un ropero, en un lienzo vacío o una página en blanco. Y a pesar de todo, pugnamos por mantener el calor del objeto, la vigencia del trazo, la huella del caminante... Qué alegría nos dio saber que la última noche de su existencia, desde Puerto Vallaría, Carlos, dotado de una intuición feliz y terrible a la vez, estuvo llamando por teléfono a todos sus amigos en todo el mundo, contándoles sus planes para terminar su película, publicar su libro de poemas, exponer sus cuadros,decirles que estaba contento, fuerte, lleno de creatividad, enamorado de su novia Yvette.A la mañana siguiente caería fulminado por un infarto pulmonar. 

 Quedamos solos Silvia y yo. Nuestra entrañable amiga Carmen Balcells entendió mejor que nadie la relación entre la madre y el hijo: 

Pienso sobre todo en Silvia, porque ella ha tenido toda su vida una dedicación extraordinaria con ese muchacho y ha vivido en un continuo sobresalto sobre su salud.Recuerdo perfectamente una visita que hice a Carlos en Nueva York y me impresionó su fragilidad y el desvelo de Silvia, que más que una mamá, parecía una novia o una amiga entrañable ofreciendo su inquebrantable apoyo a un muchacho lleno de inquietudes y de deseos juveniles de entrar en una normalidad que nunca le fue posible...

Los exorcismos de la muerte se vuelven a veces profecías de la vida. Carmen Balcells tiene razón. En Los años con Laura Díaz, evoqué la muerte de mi tío Carlos Fuentes en Veracruz a principios de siglo, pero quise evitar, escribiéndola, la muerte de mi hijo Carlos, transformado en el segundo Santiago de la genealogía de Laura Díaz: 

Silencio. Quietud. Soledad. Es lo que nos une, pensaba Laura con la mano ardiente de Santiago entre las suyas. No hay respeto y cariño más grande que estar juntos y callados, viviendo juntos pero viviendo el uno para el otro, sin decirlo nunca.Ser explícito podía ser una traición a ese cariño tan hondo que sólo se revelaba mediante un silencio comparable a una madeja de complicidades, adivinaciones y acciones degracia... Todo esto vivieron Laura y Santiago mientras el hijo se moría, sabiendo los dos que se moría, pero cómplices ambos, adivinos y agradecidos el uno del otro porque lo único que decidieron desterrar, sin palabras, fue la compasión. La mirada brillante del muchacho en cuencas cada día más hondas le decía al mundo y a la madre, identificados para siempre en el espíritu del hijo, ¿quién está autorizado para compadecerse de mí? No me traicionen con la piedad. Seré un hombre hasta el fin. 

El que trabaja de noche acaba sintiéndose el creador del mundo. Sin la tarea nocturna, no aparecería el siguiente sol. Cuando yo me acostaba a dormir, Carlos pasaba a despedirse envuelto en una vieja bata de playa.

Sólo una vez, creyendo que yo dormía, se alejó murmurando, «I am damned»,«Estoy maldito». Entonces entraba a la noche y la noche le daba toda la educación que necesitaba. La noche era su metáfora. Descendía la noche y nada podía detenerla. Era la hora de una creación contra la oscuridad y la muerte.

La muerte de Carlos dejó en mí y en su madre la realidad de cuanto es indestructible. Vivía ya en nosotros y no lo sabíamos. No sé si esto es solaz suficiente para la persistente pregunta que nos hace la pérdida de la promesa. «Morir joven es una cabronada», nos dice nuestro amigo el escritor catalán Terenci Moix. Sentimos la obligación espontánea, feliz, de hacer por el muerto lo que él ya no pudo hacer. Pero esta experiencia vicaria no basta. Hay que llegar a saber que los hijos, vivos o muertos, felices o desgraciados, activos o pasivos, tienen lo que el padre no tiene. Son más que el padre y más que ellos mismos. Son nuestro compás de espera. Y nos imponen la cortesía paterna de ser invisibles para nunca disminuir el honor de la criatura, la responsabilidad del hijo que necesita creer en su propia libertad, saberse la fragua de su propio destino. Nuestros hijos son los fantasmas de nuestra descendencia. Y el hijo, dijo maravillosamente Wordsworth, es el padre del hombre.

Sus hermanas acompañaron a Carlos más allá de la muerte. Natasha escribió sobre él: «Carlos era romántico de corazón y pienso que para su mundo y su cabeza más sanas que la mayoría, su muerte fue más bella que dos meses en el hospital. Príncipe criollo, no hay quien no te quisiera.» Y Cecilia, a nuestro lado en todo momento, reunió en un video los momentos preservados de la vida de su hermano. Viendo el homenaje de mis hijas a mi único hijo, entendí que un hijo merece la gratitud del padre por un solo día de existencia en la tierra

Por Victoria Yapur

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