martes, 21 de junio de 2016

Chiqueos, apapachos y otras alevosías y herejías lingüísticas

El apapacho reviste la forma de la exquisita cortesía mexicana.

Son numerosos los vocablos insulares que se refieren al afecto y al cariño

Las lenguas asumen los rasgos de los pueblos que las hablan. ¿O será al revés? La contundencia del germano se expresa en el alemán. La delicadeza de los galos, en el francés. La ejecutividad angloamericana, en la eficiencia del inglés; la musicalidad de los ítalos, en el italiano... Y así muchos más.
La tierna reciedumbre de los íberos, en especial los celtíberos originarios —gallegos y asturianos— se expande por la meseta castellana, se funde con el susurro del árabe, y forma el español, que se opone a la cantarina palatalidad comercial —como desgranamiento de monedas— de los fenicios carpetovetónicos devenidos catalanes. Los vascos se cuecen aparte, como sus chuletones. Lo último que se dice de ellos es que son de otro planeta: lo creo.
Así el habla española, en Cuba, “tierra de morriñas” como la llamó Castelao, en recordanza de “miña terra” y la queja de “Asturias, patria querida...” adopta, con su innata propensión al diminutivo cariñoso, fundidos con las olas caribeñas y la brisa tropical, singulares hallazgos de querencias.
Son numerosos los vocablos insulares que se refieren al afecto y al cariño, pero hay dos que solo tienen equivalente cercano en el habla mexicana: el “quero” y el “chiqueo”, que se hombrean con el “apapacho” azteca.
Una etimología tropelosa quizá quisiera derivar “chiqueo” de “chiquero”, lugar donde los chanchos reciben interesada atención previa a su inmolación orgiástica, pero yo prefiero declinarlo de “chiquito”, pues es el modo de tratarlo a uno como niño o “fiñe”; “chamaco” dirían en México, donde “chamaquear” es aprovecharse de la ingenuidad del otro: “Te chamaquearon”. En cubano, más descarnadamente: “Te jodieron”. Y “quero” es apócope imperfecto de “quiero” y recuerda la frase maternal, de “darte un quero”, por “un abrazo”. Seguramente muchos cubanos —y cubanas— en momentos de especial sensibilidad y necesidad urgente de ternura, han implorado perentoriamente a su pareja: “Dame un quero, bien fuerte”. En México se insinúa cortésmente: “¿Me apapachas un poquito?”.
Pero el apapacho es más profundo y complejo, pues reviste la forma de la exquisita cortesía mexicana (“cortés como un indio mexicano”, se decía en España desde el siglo XVI, aunque también —si los provocan— pueden ser personajes de grandes y terribles furores). La “cortesía” mexicana es toda una categoría estética y ontológica, que difiere de la afectada “courtoisie” francesa, de la noble, hidalga y algo brusca e ingenua liberalidad española, y por supuesto mucho más por encima de la gélida “calmness” inglesa. Es el ofrecimiento en su estado más puro, que invita pero no obliga. “¿Quieres repetir?”, pregunta UNA vez en México el estupendo anfitrión cuando uno toma el primer plato, y se espera que el invitado se sienta tan en SU casa que acepte desde la primera vez, pues insistir sería de mala cortesía. Golpe cultural del cubano recién llegado, ajeno a los modos, usos y costumbres, pues en Cuba siempre se espera que te lo repitan al menos DOS veces, para luego aceptar: aprendí la lección muy rápido, goloso como soy.
El apapacho mexicano reviste especial dulzura y compasiva ternura con el “borrachito”. Cuba, formada en la severa tradición castellana donde “lo único peor que un hombre borracho es una mujer borracha”, como decretaba sin apelación mi abuela gallega, desprecia al beodo, lo menosprecia, lo rechaza. En cambio, en México, donde la libación es arte compartido, rito celebratorio proveniente del mágico pulque, el infeliz trasnochado herido de muerte por el Rey de Copas, recibe abrigo y abrazo, lo arropan, “lo apapachan”: “No le hablen alto, que está ‘crudo’ (cocinado, diría yo), no lo molesten, tráiganle un caldito de gallina, una pancita, un taquito de barbacoa...”.
En España —y por tanto, Cuba— el borracho es blanco del desprecio y el rechazo, sujeto al desdén más absoluto y terminante: en México, es objeto de la caridad pública, de la comprensión, el recipiendario por excelencia del “apapacho” protector y cómplice, que atiende hoy para ser atendido mañana, pues parten de la sensata convicción que TODOS pasaremos por semejante duro trance en algún momento no muy lejano. Para los casos de urgencia extrema de ternura, se reserva la pronunciación especial del vocablo: “apapasssssho”, así, con una acariciadora “s” sibilante.
No hay traducción exacta posible para estos términos (quero y apapacho): porque son algo más que afecto, cariño, amor, atención... Se refieren a una zona aún más entrañable e íntima que la expresión material de la atención delicada. Es algo más, indefinible e intraducible, que implica cierta tácita complicidad de ambas partes: dejarse apapachar (mi deporte favorito). Con cierta “delicadeza”, que es origen de “delicatessen”. No es casual que lo último que escribió José Martí, reveladoramente dirigido a un mexicano, su gran amigo Manuel Mercado, empieza por reconocerle noblemente y recordarlo “con ternura y agradecimiento” y “a esa casa que es mía” (“mi casa es su casa”, seguro le dijo Mercado), y culmina con la frase inconclusa “hay afectos de tan delicada honestidad” (el subrayado es mío), el día antes de morir absurdamente en un tiroteo que no llega a escaramuza, apenas a combate y menos a batalla. Sin embargo, ya en el umbral de la eternidad, en la psiquis martiana lo mexicano está asociado con lo delicado, sin duda.
He creado un vocablo —neonahuatlismo sería— para señalar en mi casa la zona donde se juntan las condiciones perfectas para más que “atender” a los amigos y familiares, “apapacharlos”, y por eso la llamé APAPACHITLÁN, es decir, el locus amoenus del apapacho, el sitio de los querendones, el espacio perfecto para el mimo y el goce de la amistad y del privilegio de la vida: con una vista imponentemente bella, frente al Océano Pacífico, a 90 metros de altura sobre él, teniendo a un lado el amanecer desde Puerto Marqués y al otro el atardecer en Pie de la Cuesta, con la brisa poderosa del mar que invita siempre a la introspección. El mérito de semejante escenografía corresponde a Dios.
José María Heredia se exaltaba frente al espectáculo del agua en cualquiera de sus manifestaciones, ya fuera precipitándose tropelosa en la “Oda al Niágara”, ante la inabarcable inmensidad del mar en “Al Océano”, o la cristalizada en nieve, en el Nevado de Toluca. Desde ese Belvedere acapulqueño siempre musito como oración que me “religa” con lo divino, en un rito especial de homenaje particular al desdichado José María su “Himno del desterrado”: “Reina el sol, y las olas serenas / corta en torno la proa triunfante / y hondo rastro de espuma brillante, / va dejando la nave en el mar...”.
Ese promontorio desde donde divago, era el primer trozo de tierra firme que avistaban las tripulaciones del Galeón de Manila —mal llamado “La Nao de China”— después de un tornaviaje de ocho meses, ansiosos ya de pisar la arena y beber agua fresca: así pues, es un sitio marcado para el apapacho mundial de navegantes y peregrinos.
Hace muchos años un viejo amigo viejo —entonces no tanto— al sorprenderme “cabiztivo y pensibajo” sentado en el Malecón habanero frente a su casa —él disfrutaba allí entonces privilegiado penthouse— bajó a saludarme (a “apapacharme” sin saberlo yo aún) en una noche “oscura y ventosa”, me preguntó la razón de mi tristeza y además inquirió de qué era culpable. “Soy inocente”, le dije ingenuamente y él, quizá en lo más sabio que ha dicho en toda su sabia vida —y ha dicho mucho— me contestó: “Nadie es inocente frente al mar...”.
Hoy en mi “Apapachitlán” acapulqueño, recibiendo el salitre del poderoso Océano Pacífico, frente a donde van a saltar las ballenas cada año en su rito de apareamiento, hay una placa de talavera poblana, donde se lee ese verso —sin dudas es mucho más que una frase— con el nombre del amigo, para perpetua memoria de un filósofo sabio, poemínimo dicho en una noche habanera, “many moons ago”, frente al Estrecho de La Florida a un joven herido —y culpable— de amores...
Tlalpan, 14 de junio de 2016.
Por Alejandro González Acosta
Con información de Cuba Encuentro
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