lunes, 5 de mayo de 2014
La Batalla del 5 de Mayo y las mentiras de los "desmitificadores"
Las mentiras de los desmitificadores han calado hondo : gracias a ellos, demasiados mexicanos piensan que la batalla del 5 de mayo fue una escaramuza sin importancia que se ganó gracias a las torpezas de los franceses; una escaramuza sin importancia en una guerra que se perdió en el campo de batalla; una guerra que terminó cuando los franceses se retiraron por las presiones de Estados Unidos y Prusia.
¿Cómo lo argumentan? Armando Fuentes Aguirre, Catón, que odia irracionalmente a Juárez, no escatima la victoria del 5 de mayo, aunque luego agrega una de las falsedades que dispensa a razón de tres por página: Aquella fue una espléndida victoria, la única que en el campo de batalla hemos obtenido luchando contra un enemigo extranjero (Juárez y Maximiliano, p. 212). Fuera de eso, todo en Juárez y el partido liberal son vilezas y traiciones en una guerra que para su exclusivo beneficio ganaron los gringos (sí, los gringos: son tan poderosos en el cerebro de Catón que ganan hasta cuando no se aparecen).
No deja de ser paradójico el menosprecio de esa victoria en aquellos desmitificadores que repiten sistemáticamente que a los mexicanos nos encantan las derrotas. Pero hete aquí que somos victoriosos en una guerra extranjera... y tampoco les gusta. Algunos simplemente omiten el tema, como González de Alba, quien ilustra su odio a Juárez con una lectura sesgada del Tratado MacLane-Ocampo y de ahí se salta hasta la revolución (Las mentiras de mis maestros, pp. 62-67
Zunzunegui siempre nos regala perlas: en su página web un articulito plagado de mentiras (Las tres batallas de Puebla) concluye: Nada ganamos los mexicanos el 5 de mayo de 1862 en Puebla, nada absolutamente; un efímero laurel que, debido a la desunión del pueblo, no cristalizó y se convirtió en derrota y conquista.
No está de más señalar que dicha página es una red para pescar incautos y venderles –muy caros– sus diplomados en línea (algunos de ellos en el Instituto Cultural Helénico). Ahí sólo regurgita sus libros: en El héroe y el villano (p.81) dice lo mismo del 5 de mayo, con un añadido. Según él, un “moribundo Zaragoza, desde su tienda de campaña, dirigió una batalla que en realidad fue comandada en el campo por Porfirio Díaz”. Díaz tiene méritos militares suficientes para que sus idólatras tengan que atribuirle otros... pero de Díaz hablaremos luego.
De lujo, otro connotado falsificador, del que ya nos ocuparemos. El 11 de septiembre de 2008 Macario Schettino escribió en El Universal: “Celebramos el 5 de mayo de 1862, la batalla de Puebla en que Zaragoza derrotó a los franceses... que pocos días después tomaron control de prácticamente todo el territorio nacional” (las cursivas, que son mías, revelan la total falta de seriedad de tan famoso analista).
Podría seguir sumando, pero basta con esos ejemplos. Hay que señalar, además, que detrás de las tajantes afirmaciones de nuestros falsificadores, únicamente hay humo: ningún sustento documental, tres o cuatro libros más leídos, sólo ideología, como hemos mostrado (jornada.unam.mx/2008/12/21/sem-pedro.html).
¿De dónde el afán por borrar la victoria del 5 de mayo? Del odio a Juárez y al liberalismo. Ya mostraremos la irracionalidad de ese odio...
Por odio a Juárez y al liberalismo, los falsificadores Macario Schettino, Catón y Zunzunegui inventaron que la batalla del 5 de mayo no se ganó, o que fue una escaramuza sin importancia que se ganó gracias a las torpezas de los franceses; una escaramuza sin importancia en una guerra que se perdió en el campo de batalla; una guerra que terminó cuando los franceses se retiraron por las presiones de Estados Unidos y Prusia.
Antes de mostrar la falacia de sus argumentos, es necesario recordar algunas cosas obvias para los historiadores, pero desconocidas totalmente por los falsificadores: una batalla es un hecho de armas que obedece a las unidades dramáticas de tiempo, lugar y acción; mientras que una guerra –según el mariscal Montgomery, que algo sabía del tema– es un conflicto prolongado entre grupos políticos rivales mediante la fuerza de las armas, lo que quiere decir que Montgomery participaba del paradigma de Clausewitz, según el cual la guerra es eminentemente un acto político para imponer nuestra voluntad al enemigo. Ese pensamiento sobre la guerra y la batalla llevó a las concepciones de la guerra total; de la batalla como única actividad realmente bélica; de la destrucción del enemigo como objetivo verdadero de la guerra sólo alcanzable mediante las grandes batallas, y otras ideas cuya adopción por los estadistas europeos fue de efectos devastadores, pero que en 1862 nadie discutía en el mundo occidental.
De esa forma de entender y de hacer la guerra se desprende que ningún Estado moderno haya librado guerra ninguna sin enemigos internos o traidores, máxime en aquellas que mezclan lo ideológico con lo nacional. En toda guerra moderna, civil o extranjera, los contendientes buscan el apoyo de otras potencias, de modo que nuestros falsificadores reprochan a Juárez lo que no se reprocha en sus países a Washington, Napoleón, Bolívar, Churchill o De Gaulle... ni, por supuesto, los héroes de estos desmitificadores: Maximiliano y Miramón.
Sentado lo anterior, hagamos un ejercicio de lógica elemental. Gana una batalla, gana una guerra, quien logra lo que se propuso. Hoy nos limitaremos a la batalla del 5 de mayo, en la que los objetivos de los franceses quedan perfectamente claros en el párrafo de una carta del general Lorencez, jefe de la expedición:
Somos tan superiores a los mexicanos en organización, disciplina, raza, moral y refinamiento de sensibilidades, que le ruego anunciarle a su majestad imperial, Napoleón III, que a partir de este momento y al mando de nuestros 6 mil valientes soldados, ya soy dueño de México.
En efecto, los invasores que, como veremos en la siguiente entrega, buscaban hacer de México un protectorado francés, creían que esa pequeña fuerza expedicionaria bastaba para llegar a la capital de la República e imponernos el gobierno y las obligaciones internacionales que nos habían preparado. El obstáculo que se interponía en su camino era el ejército que mandaba el general Ignacio Zaragoza, y los franceses daban por descontado que lo barrerían del mapa. De haberlo hecho así, los recordaríamos hoy como los vencedores de aquella batalla.
¿Qué se proponía, a su vez, el comandante mexicano? Detener el avance francés para permitir que se reuniera la Guardia Nacional. No permitir que 6 mil soldados extranjeros llegaran a la capital de la República. Ese era el plan de Zaragoza tras la evaluación de sus posibilidades y los elementos de guerra a su disposición.
La batalla del 5 de mayo, en la que 6 mil franceses intentaron tomar a viva fuerza los pequeños fuertes de Loreto y Guadalupe, y poco menos de 5 mil mexicanos estaban dispuestos a impedirlo, duró cuatro horas y consistió en tres ataques frontales de los franceses, rechazados por los nuestros, y un contrataque al pie del cerro que terminó con las posibilidades ofensivas de los invasores, que se retiraron hacia Orizaba. ¿Que la batalla se ganó por los errores del enemigo, como insisten hasta la saciedad nuestros falsificadores? En parte, por supuesto: como Austerlitz, Stalingrado o casi cualquiera otra.
Los efectos de la batalla fueron enormes, pues cambiaron mucho la opinión mundial sobre México y la Intervención. En nuestro país, multitudes acogieron la noticia con delirante entusiasmo en las plazas públicas. La pequeña acción de armas del 5 de mayo parecía probar lo que Juárez afirmaba: México existía y era una nación soberana.
Antes de mostrar la falacia de sus argumentos, es necesario recordar algunas cosas obvias para los historiadores, pero desconocidas totalmente por los falsificadores: una batalla es un hecho de armas que obedece a las unidades dramáticas de tiempo, lugar y acción; mientras que una guerra –según el mariscal Montgomery, que algo sabía del tema– es un conflicto prolongado entre grupos políticos rivales mediante la fuerza de las armas, lo que quiere decir que Montgomery participaba del paradigma de Clausewitz, según el cual la guerra es eminentemente un acto político para imponer nuestra voluntad al enemigo. Ese pensamiento sobre la guerra y la batalla llevó a las concepciones de la guerra total; de la batalla como única actividad realmente bélica; de la destrucción del enemigo como objetivo verdadero de la guerra sólo alcanzable mediante las grandes batallas, y otras ideas cuya adopción por los estadistas europeos fue de efectos devastadores, pero que en 1862 nadie discutía en el mundo occidental.
De esa forma de entender y de hacer la guerra se desprende que ningún Estado moderno haya librado guerra ninguna sin enemigos internos o traidores, máxime en aquellas que mezclan lo ideológico con lo nacional. En toda guerra moderna, civil o extranjera, los contendientes buscan el apoyo de otras potencias, de modo que nuestros falsificadores reprochan a Juárez lo que no se reprocha en sus países a Washington, Napoleón, Bolívar, Churchill o De Gaulle... ni, por supuesto, los héroes de estos desmitificadores: Maximiliano y Miramón.
Sentado lo anterior, hagamos un ejercicio de lógica elemental. Gana una batalla, gana una guerra, quien logra lo que se propuso. Hoy nos limitaremos a la batalla del 5 de mayo, en la que los objetivos de los franceses quedan perfectamente claros en el párrafo de una carta del general Lorencez, jefe de la expedición:
Somos tan superiores a los mexicanos en organización, disciplina, raza, moral y refinamiento de sensibilidades, que le ruego anunciarle a su majestad imperial, Napoleón III, que a partir de este momento y al mando de nuestros 6 mil valientes soldados, ya soy dueño de México.
En efecto, los invasores que, como veremos en la siguiente entrega, buscaban hacer de México un protectorado francés, creían que esa pequeña fuerza expedicionaria bastaba para llegar a la capital de la República e imponernos el gobierno y las obligaciones internacionales que nos habían preparado. El obstáculo que se interponía en su camino era el ejército que mandaba el general Ignacio Zaragoza, y los franceses daban por descontado que lo barrerían del mapa. De haberlo hecho así, los recordaríamos hoy como los vencedores de aquella batalla.
¿Qué se proponía, a su vez, el comandante mexicano? Detener el avance francés para permitir que se reuniera la Guardia Nacional. No permitir que 6 mil soldados extranjeros llegaran a la capital de la República. Ese era el plan de Zaragoza tras la evaluación de sus posibilidades y los elementos de guerra a su disposición.
La batalla del 5 de mayo, en la que 6 mil franceses intentaron tomar a viva fuerza los pequeños fuertes de Loreto y Guadalupe, y poco menos de 5 mil mexicanos estaban dispuestos a impedirlo, duró cuatro horas y consistió en tres ataques frontales de los franceses, rechazados por los nuestros, y un contrataque al pie del cerro que terminó con las posibilidades ofensivas de los invasores, que se retiraron hacia Orizaba. ¿Que la batalla se ganó por los errores del enemigo, como insisten hasta la saciedad nuestros falsificadores? En parte, por supuesto: como Austerlitz, Stalingrado o casi cualquiera otra.
Los efectos de la batalla fueron enormes, pues cambiaron mucho la opinión mundial sobre México y la Intervención. En nuestro país, multitudes acogieron la noticia con delirante entusiasmo en las plazas públicas. La pequeña acción de armas del 5 de mayo parecía probar lo que Juárez afirmaba: México existía y era una nación soberana.
Por Pedro Salmerón Sanginés
Referencia : Falsificadores de la historia: " La derrota del 5 de mayo" y "Cuando los mexicanos ganan batallas". Publicados en : La Jornada
©2014-paginasmexicanas®
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