viernes, 5 de diciembre de 2014
Vicente Leñero y el Ajedrez
Veselin Topalov ante Vicente Leñero |
El ajedrez siempre ha ejercido una profunda fascinación en la literatura. Su precisión y tensión dramática lo acercan a la novela, al teatro, a la poesía. Baste mencionar los casos de Stefan Sweig o Vladimir Nabokov y, en nuestras letras, a Juan José Arreola. El 10 de febrero de 2006 en la Casa del Lago, un grupo de artistas y escritores se enfrentaron al campeón mundial Veselin Topalov. Vicente Leñero —quien ya tocó el tema del ajedrez en su magnífica novela La vida que se va—consigna, en esta ficción, el resultado de un nuevo desafío entre imaginación literaria y exactitud ajedrecística.
La apertura Topalov
No
sé cómo fue que perdí la cabeza, pero ya eran muchos días de soportar
su risita irónica, sus gestos despectivos a todo lo que yo decía o
preguntaba, su continuo inclinarse de lado para susurrarle al compañero
vecino alguna observación ladina. Me tenía cansado, harto de su
presencia. Qué falta de respeto al maestro, carajo. Qué ganas de
mofarse. Si menospreciaba al coordinador del taller, que se largara del
salón y no perturbara más al grupo. Por eso me comporté así.
Mediaba
el mes de noviembre de 1993. Nos hallábamos en el salón Octavio Paz de
Casa de América, en Madrid. Invitado a impartir un taller intensivo de
dramaturgia, junto con el colombiano Santiago García y el español José
Sanchis Sinisterra, me reunía a diario, de diez de la mañana a dos de la
tarde, con un grupo de talleristas interesados en aprender o mejorar la
escritura de textos teatrales. Los alumnos eran becarios
hispanoamericanos elegidos por Casa de América entre cientos de
solicitantes. A cada uno de los tres coordinadores nos correspondieron
ocho dramaturgos noveles con los que habríamos de trabajar durante diez
días. En mi grupo estaban inscritos dos argentinos, un chileno, una
chica venezolana y cuatro españoles. Tenían entre veinte y treinta y
cinco años de edad, aunque este muchacho al que me refiero era
originario de Bulgaria pero avecindado en Salamanca; hablaba
perfectamente el castellano —por eso lo inscribieron entre los
españoles— y no parecía haber cumplido siquiera los dieciocho. Era un
mocoso imberbe de rostro como en triángulo isósceles, nariz flechada, y
una tez blanquísima que se le manchaba de color de rosa en las mañanas
frías de ese noviembre. Andaba siempre de traje, muy atildado, y su
apariencia contrastaba con la maldad gestual que le surgía de lo
profundo. Tenía veneno en la sangre —me decía yo—y por eso lo apodé para
mis adentros El Venenoso.
Desde
la primera reunión, El Venenoso dio muestra de repudio a mi persona.
Era un hipócrita porque cuando yo valoraba la importancia del espacio
teatral o definía las exigencias del diálogo como factor determinante
para la psicología de los personajes, él no se atrevía a expresar en voz
alta su evidente desacuerdo. Era un cínico además, porque me lo daba a
entender sin tapujos con toda esa suerte de expresiones tangibles:
risitas irónicas, gestos de fuchi, susurros con el compañero vecino...
En varias ocasiones sentí
el impulso de enfrentarlo con alguna admonición o una pregunta directa
—¿qué te traes?, ¿de qué te ríes, imbécil?—, pero no quise provocar un
pleito público entre maestro y alumno. Me contenía. Me contuve siempre y
fui hábil en disimular un desagrado del que seguramente sus compañeros
se daban cuenta.
Durante
cada sesión, después de una breve exposición teórica de mi parte sobre
algún problema dramatúrgico, cada uno de los talleristas debía leer,
ante todo el grupo, la obra de teatro propuesta en la solicitud para su
beca. Una vez terminada la lectura se efectuaba la consabida ronda de
opiniones. El chileno del grupo, apodado De la Parra, era quien más se
extendía en sus apreciaciones; remataba su discurso, como si él fuera el
maestro del taller, exponiendo principios profundísimos del arte de
escribir y encomiando a sus compañeros el deber de hacer un teatro
trascendente. Era abrumador pero simpático, porque sus análisis siempre
concluían con un mensaje animoso para el autor del texto.
El
Venenoso, en cambio, abusaba de la parquedad. Cuando llegaba su turno
se contentaba con decir: me gusta, no está mal, va bien. Y cuando lo
urgía: pero explica por qué, da razones, él contestaba dirigiéndome su
risita sardónica: porque me gusta y ya; no tengo más qué decir. Luego se
ponía a murmurar con el vecino, como gloriándose de su lacónica
respuesta.
Amaneció
por fin el día en que a El Venenoso le tocaba leer su obra. Salí
temprano del Hotel Victoria donde me hospedaba y desde la Plaza Santa
Ana recorrí a pie el camino hasta Casa de América. Me regocijaba el
encuentro con aquel tallerista odiado. Por sobre todas las cosas quería
que su obra fuera la peor de las que se habían estado leyendo día tras
día. Que resulte espantosa, rogaba a Dios; que tenga defectos
suficientes para encarnizarme con ellos y hacerlos resaltar ante todos
los talleristas; que me dé la oportunidad de humillarlo, de exhibirlo,
de hacerlo talco. Y si la obra no está del todo mal —me seguía diciendo
mientras cruzaba por la Cibeles rumbo a Recoletos— que tenga tropiezos y
fallas —toda obra los
tiene, hasta las de Shakespeare— merecedores de mi burla. Voy a mofarme
de él con cualquier pretexto; voy a conseguir que sus compañeros se rían
de esos errores, que la humillación resulte pública, que su fracaso sea
contundente.
A diferencia del nerviosismo con que los talleristas se presentaban en el salón Octavio Paz la mañana en que
les correspondía leer, El Venenoso se veía tranquilo. Saludaba
alegremente a todos en el momento de entrar en la cámara de tortura, e
incluso me sonrió a mí, afable, cuando le estreché la mano y le dije con
un picoso sonsonete: te llegó la hora. Volvió a sonreír sin huella
alguna de ironía, con una serenidad que no le había visto en todo el
taller. Está cagado de miedo pero lo disimula sonriendo, pensé. Y me
sentí feliz.
El
Venenoso leyó su obra, página tras página, con claridad, con buena voz.
Por primera vez su español se escuchaba contagiado por los resabios
guturales de su lengua materna, lo que imprimía a su lectura una
cadencia extraña pero de alguna manera fascinante. No leía nada mal El
Venenoso: marcaba bien las pausas gramaticales; cambiaba con precisión
el tono cuando enunciaba el nombre del personaje y luego el diálogo
correspondiente, y lo variaba de nuevo al proferir las acotaciones.
Sin
embargo, para mi fortuna, la obra era elemental en grado sumo, muy
simplona en su estructura, sin complejidad en su desarrollo, ajena a
toda malicia. Presentaba a dos únicos personajes a la manera de los
ejercicios dramatúrgicos que Sanchis Sinisterra suele proponer a sus
alumnos. Sin duda El Venenoso había sido discípulo de Sanchis, pero no
de los mejores. Ahí estaban esos dos personajes sentados frente a
frente, de principio a fin del texto, ante una mesa de ajedrez. Jugaban
una partida y hablaban en voz alta, craso error, porque el asunto que
impelía sus parlamentos —escritos con la ingenuidad de quien utiliza la
técnica del monólogo anacrónicamente— era doble: por un lado las jugadas
que iban haciendo sobre el tablero, y por el otro los pensamientos de
cada uno de ellos en relación con su enemigo. Algo así como lo
siguiente, sin puntuación: Juego peón e4 y ahora él va a jugar peón
e5 o caballo c6 y el muy imbécil no se da cuenta de que Antonia ya está
harta de sus manías. Y el otro: Ya lo está pensando ya no sabe
qué hacer le voy a decir a Antonia que nos vayamos de fin de semana a
Málaga mejor juego alfil c5 y le voy a adelantar el caballo. Y el primero: Ah qué torpe se enrocó demasiado temprano no sabe que Antonia está enculada conmigo me voy a lanzar sobre su enroque. Y el otro: Este
gilipollas no se da cuenta de que ya vi que su peón va a ir a g5 pero
yo le voy a poner caballo en g3 y no voy a permitir que Antonia lo
encuentre en la carnicería de don Simón. El primero: Ese caballo
en g3 lo amenazo con el alfil no le conviene el cambio de piezas me lo
voy a joder con Antonia y lo voy a traspeonar al muy idiota. Etcétera.
Lo
mismo toda la obra. Aburridísima. Tonta porque el espectador se
encuentra muy lejos del tablero y no tiene posibilidad alguna de
presenciar el desarrollo de la partida. Y aunque la pudiera presenciar,
aunque supiera mucho de ajedrez, no hay dramatismo suficiente para
sentir, ¡sentir!, el conflicto de ese par de jugadores en su disputa por
el triunfo en el ajedrez y por el amor de una mujer.
Hice
papilla la obra de El Venenoso. Lo acusé de una influencia tardía del
teatro del absurdo y de la técnica pinteriana. Le critiqué su falta de
acción. Le dije, en una palabra, que una cosa es escribir en el papel lo
que piensan los personajes, y otra cosa es imprimirle verosimilitud al
hecho teatral de escuchar en voz alta lo que sólo están pensando.
Durante mi prolongado discurso, los talleristas se mantenían inmóviles en sus sillas, absortos, tal vez sorprendidos por la contundencia de mi argumentación. Con ninguno de ellos me había portado así: tan duro en la crítica, tan severo en la descalificación.
—El
ajedrez es un tema imposible para una obra de teatro —finalicé, como
burlándome—, pero si quieres escribir una pieza sobre el ajedrez,
necesitas primero entender los principios básicos de la dramaturgia, y
aprender después los secretos profundos del juego ciencia. No es un
pasatiempo de niños, es una experiencia que involucra íntegramente al
jugador, que lo tensa, que lo obliga a comprometer toda su inteligencia y
toda su pasión.
El enorme silencio que se impuso en el salón Octavio Paz, enmarcado por las molduras doradas y retorcidas que atiborraban techo y paredes, fue interrumpido de pronto por el ruido que produjo la silla de El Venenoso cuando se levantó de la mesa. Su semblante sonrosado se veía ahora lívido por la iracundia contenida. Con lentitud recogió las hojas de su texto, las golpeó de canto contra la mesa para emparejarlas, las metió en el fólder y guardó el fólder dentro de su portafolio. Caminó hacia la puerta de doble hoja. Ahí se volvió hacia mí: —Lo reto a una partida de ajedrez —me dijo. —Cuando quieras —respondí. Sin despedirse de sus compañeros, El Venenoso desapareció detrás de un portazo.
Veselin Topalov ante Daniel Sada |
Una hora más tarde me reuní a comer con Pepe Sanchis y Santiago García en el restaurante de Casa de América. Les conté del incidente pero no me prestaron mucha atención, interesados como estaban en contarme sus propias anécdotas con los talleristas de sus grupos.
Mientras
Pepe Sanchis hablaba de un becario mexicano que había escrito una burda
parodia del Edipo Rey titulada Edipo Reyes, Santiago García me hizo una
leve seña con la cabeza para que me diera la vuelta. A mis espaldas se
hallaba El Venenoso, de pie, cargando aún su portafolio, con el
semblante nuevamente sonrosado pero con las quijadas tensas.
—
Perdón que los interrumpa —dijo—. Un segundo nada más. —Y se volvió
hacia mí: —No quedamos en el lugar y en la hora, maestro. —¿En la hora
de qué? —De la partida. —Nos vemos aquí mañana —contesté—. A la hora del
taller.
El Venenoso me miró
un segundo; luego estiró su mano derecha y gancheó el índice, como para
llamarme. Me levanté y dejé que me tomara del antebrazo para hablar
conmigo aparte, sin que lo escucharan mis colegas. En voz muy baja
pronunció: —Como decís vosotros los mexicanos, le voy a partir su madre,
maestro.
Se
alejó de inmediato y yo regresé a la mesa, sonriendo. —Éste es El
Venenoso del que les estaba hablando —dije. — Yo lo conozco —dijo Pepe
Sanchis—. Estuvo conmigo en un taller. Se llama Veselin Topalov.
—Sí,
es búlgaro —dije. —Es un ajedrecista fenomenal —dijo Pepe Sanchis—. El
mejor que hay en España en este momento. —¿Y qué hace aquí en un taller
de teatro? —preguntó Santiago García. —Le gusta el teatro para
distraerse —dijo Pepe Sanchis—, para desembotarse de tantas jugadas que
trae siempre en la cabeza. —¿Tú juegas ajedrez, Pepe? —pregunté a
Sanchis Sinisterra.
—Figúrense:
llegó a España cuando tenía catorce, quince años, después de hacer un
papel muy brillante en el Campeonato júnior de Europa. Aprendió el
castellano con mucha facilidad, lo habla muy bien, y aquí gana todos los
torneos en los que se presenta. Su clasificación anda por los dos mil
seiscientos puntos, según me dijeron. Es un genio.
El Venenoso Veselin Topalov no volvió a Casa de América en el tiempo en que duró mi taller. Nada supe de
él hasta muchos años más tarde. Una mañana, cuando hojeaba en los
puestos callejeros de la Gandhi una revista española especializada en
ajedrez, me topé con su fotografía. Había embarnecido pero seguía
teniendo la misma facha de El Venenoso que conocí en Madrid: su rostro
de triángulo isósceles, su nariz ganchuda, su tez como de porcelana
japonesa. En la foto se le veía concentrado frente a un tablero,
llevando las blancas. Traía una camisa con dibujos escandalosos del
folclor búlgaro, supongo, y el índice
de su mano derecha pálida, de dedos ligeros, descansaba en su labio
inferior acentuando ese gesto concentrado de quien estudia la posición
del contrario.
En el texto se decían maravillas de él. Que en un torneo de Amsterdam terminó
primer ex aequo con el campeón del mundo Kasparov, tras derrotar a
éste. Luego acabó primero ex aequo con el español Illescas en Madrid;
primero, también ex aequo con el ruso Kramnik, en el torneo de Dos
Hermanas, por delante de Anand y Kasparov. El texto enfatizaba: Su
modestia le ha llevado a declarar a la revista francesa Europe-Echecs:
“En la actualidad, basta no cometer errores de bulto para ganar”. Qué lástima, pensé.
Homero Aridjis, Xhevdet Bajraj, Vicente Leñero y Daniel Sada |
I I
Myrna
Ortega, la subdirectora de la Casa del Lago, me telefoneó. Nada menos
que Veselin Topalov, convertido en campeón mundial de ajedrez, acababa
de llegar a México y se había hospedado en el Presidente
Intercontinental de Paseo de la Reforma. Venía a participar en el Torneo
Internacional Ciudad de Linares, en Morelia, donde se celebraría
también el Gran Abierto Mexicano de Ajedrez. Antes de ir a Morelia daría
una charla y una conferencia de prensa en la Casa del Lago. — Me
preguntó por ti —dijo Myrna—. No sabía que lo conocías. —Lo conocí en
Madrid hace trece años —dije haciendo un rápido cálculo mental. — Dijo
que tenían una partida pendiente, ¿es cierto?
¡
Hijo de la fregada!, el miserable no lo había olvidado. A pesar del
tiempo y de sus éxitos continuaba alimentando su rencor. Lo recordé,
como si lo estuviera viendo ahora mismo, picándome la oreja en el
restaurante de Casa de América: “Le voy a partir su madre, maestro”.
—¿Me estás oyendo?, ¿me oyes? Parece que se cortó la comunicación. —Te oigo perfectamente, Myrna.
Aunque
fue él y no yo quien se rajó a última hora, me retó a duelo, y un duelo
es un duelo. Según los clásicos, desde los Pardillán hasta las novelas
de Balzac, el que no recoge el pañuelo o el guante del retador se hunde
en la deshonra.
— Nos propone que la partida sea el viernes después de la conferencia de prensa —dijo Myrna—. ¿Estás de acuerdo?
—¿Puedo llevar padrinos?
De
inmediato pensé en amigos escritores que juegan ajedrez mejor que yo:
Homero Aridjis, Daniel Sada, Eliseo Alberto: Lichi. Podría llamar
también al actor Enrique Rocha con quien me batí algunas veces durante
aquellos tiempos de El Perro Andaluz. Serían testigos de mi trance y me
darían consejos y apoyo moral. Yo sabía de antemano —no soy idiota— que
frente a las estocadas de un campeón del mundo nada tenía que hacer,
aunque en mis términos literarios y teatrales, como decía Ignacio Retes,
las etiquetas de campeón mundial son siempre relativas. Las novelas de
un escritor de Los Mochis —por decir algo— pueden ser tan valiosas o más
que las de un premio Nobel. Pinter es enorme y famosísimo pero hay
quienes prefieren, por sentirlo más próximo, el teatro de Emilio
Carballido.
Topalov nuevamente ante Vicente Leñero |
Acompañado de mis padrinos llegué a la Casa del Lago a las seis en punto del viernes diez de febrero de 2006. Me sorprendió el tumulto de gente que llegaba para ver jugar a Veselin Topalov. Varones jóvenes y viejos, mujeres, niños y adolescentes como en tarde de fiesta; sobre todo reporteros con cámaras fotográficas y de televisión que me preguntaban a oleadas: ¿Le da miedo jugar contra el campeón del mundo?, ¿ya tiene preparada su estrategia?, ¿piensa ganarle? — Todos los que juegan ajedrez juegan a ganar —dije pedante, y me escabullí hasta donde se hallaba Marcel Sisniega. Él sí que era un figurón del ajedrez mexicano: gran maestro internacional, campeón de México durante años y digno sucesor de José Joaquín Araiza, de Carlos Torre Repetto, de Mario Campos López. Marcel no iba a jugar, por desgracia, sino a comentar la partida sobre el tablero proyectado en una pantalla frente a las gradas ya repletas a esas horas de espectadores ansiosos.
Entre
la concurrencia abundaban campeones de distintos estados de la
República, campeones universitarios, miembros del equipo de las
olimpiadas de ajedrez , competidoras de uniforme color guinda, el rector
de la Universidad de Morelos, niños prodigio...
—
Topalov es un jugador agresivo, implacable, terrible con las torres —me
advirtió Marcel Sisniega—. Sale casi siempre con e4. —Si sale con e4
respóndele con la siciliana —dijo Daniel Sada. —¿Y si sale con d4?
—También la siciliana, siempre la siciliana.
—Para
que no quedes en ridículo —volvió a hablar Marcel, irónico— necesitas
aguantar por lo menos veinte movimientos. Si no llegas a los veinte será
una vergüenza —y volvió a sonreír con picardía. — Muévete a la
defensiva y con suerte le haces tablas —terció Homero Aridjis. — No le
digas eso —protestó Lichi—, tiene que jugar a ganar. —Acuérdate de
Arreola —dijo Homero. Y lo citó: —“Lo que importa es lograr hacer tablas
con la vida”.
Mientras el
búlgaro continuaba con su conferencia de prensa en un salón interior,
Myrna Ortega se abrió paso entre los fotógrafos de prensa. Venía a
informarme que a última hora, con el consentimiento de Topalov y dada la
presencia de tantísimos ajedrecistas empecinados en enfrentarse con el
campeón del mundo, se había decidido formar un cuadrángulo con cuarenta
tableros para que Topalov jugara simultáneas.
—
¿ No que era una partida entre él y yo? —pregunté, haciéndome el
valiente. — Él me dijo que te dijera —explicó Myrna— que las simultáneas
serán solamente juegos de exhibición; la partida en serio será contra
ti.
Me resonó en la memoria el “ le voy a partir su madre, maestro”, mientras Lichi me tomaba del brazo y me alejaba de los reporteros .
—Te
conviene las simultáneas, no seas pendejo. En lo que tú armas tu
estrategia, nosotros te lo distraemos y ya cansado le puedes hacer
tablas, hasta ganar. —¿Tú piensas que puedo ganar? —A la vuelta y vuelta
podría ser.
Y recordé en voz alta lo que pensaba en Casa
de América: —Lo voy a hacer talco. Me voy a mofar de él. Voy a
conseguir que todos se rían de sus errores, que la humillación resulte
pública, que su fracaso sea contundente. Lichi pensó que estaba hablando
en serio y se rió con desparpajo.
En
el enorme cuadrángulo de cuarenta tableros, mi lugar correspondía al
cuarto tablero de la mesa norte en la terraza de la Casa del Lago. Junto
a mí tomó asiento Lichi, en vecindad también con Daniel Sada. En
esquina, muy cerca, se hallaba Enrique Rocha ocupando el primer sitio de
la mesa larga de dieciséis tableros que hacían dar la espalda al viejo
lago de Chapultepec.
Apareció
por fin Veselin Topalov haciéndose el sencillo. Vestía un traje café,
con saco y pantalón ligeramente acampanados. Llevaba una horrible
corbata a rayas. Sin lugar a dudas, en trece años se había convertido en
un joven formal de treintaiún años que ya no necesita de risitas ni de
gesticulaciones ni de murmullos con el vecino para sentirse seguro de sí
mismo. Ése era su verdadero problema en Casa de América. La inseguridad
y el miedo a estar pisando el terreno de la literatura, que no
era evidentemente lo suyo, lo impulsaba a reaccionar defensivamente
—diría Estela— con esa agresividad lanzada contra mi autoridad, más que
contra mi persona.
Terminados los discursos de presentación, los halagos
ditirámbicos, las preguntas de los niños genio sentados como duendes
ante los enormes tableros, Topalov empezó a caminar frente a cada uno de
sus contendientes moviendo hacia los escaques vacíos su pieza de
salida. —Es muy alevoso, llevaba blancas —me susurró Lichi en el momento
de encender un cigarrillo.
Que juegue e4, que juegue e4, rogaba yo como rogaba en Madrid por encontrar errores garrafales en la obra de El Venenoso.
Avanzaba
muy rápido Topalov. Movía su pieza y saludaba de mano al rival según el
rito de los jugadores de simultáneas. Ante mí se detuvo un instante más
prolongado. No me estrechó la mano. Me clavó el punzón de sus ojillos
negros y sonrió con el sarcasmo de trece años atrás. Su nariz parecía un
pico de águila con ganas de morderme. Al fin dobló el brazo. Estuvo a
punto de prensar el peón del rey para llevarlo a e4, pero en un parpadeo
reorientó sus tres dedos de ajedrecista y levantó el caballo del rey
para hacerlo saltar hasta f3.
—¡Madre mía! —exclamé.
Aunque
la salida con el caballo del rey me pareció insólita —un jeroglífico
inesperado— suele ser utilizada por los grandes maestros internacionales
como Kasparov, quien se la jugó a la Deep Blue en 1997. Los expertos
dan a la apertura, que ese movimiento desata, el nombre de Réti o de
Bacza, dos húngaros que la impusieron en sus partidas. Facilita el
fianchetto del flanco derecho de las blancas y protege al rey cuando se
enroca construyéndole una casita, según explica el maestro Seirawan. El
caballo en f3 anuncia, además, una apertura tranquila, de alguna manera
defensiva, ideal para que las negras se apoderen del centro del tablero.
Como yo no sabía absolutamente nada de esa apertura
—¡pinche salida con caballo!— me desconcerté de golpe. Recordé a Daniel
Sada —“salga como te salga respóndele con la siciliana”—, pero desoí su
consejo, y en lugar de llevar mi peón de rey a e6, avancé tímidamente mi
peón de dama a d6 —los expertos lo avanzan hasta d5, según supe
después—, lo que provocó un guiño insidioso de Topalov en el momento en
que regresó una vuelta después a mi tablero y me vio realizar el
movimiento.
De
ahí en adelante todo fue sufrir. Como yo no tomaba la ofensiva que la
apertura Réti exige, Topalov me adelantó sus peones con fiereza,
inmovilizó mis caballos, sacó su dama y se enrocó en corto por su flanco
derecho. — Enrócate ya —me susurró Lichi cuando ya íbamos por la jugada
diez—. Te lo estamos distrayendo, apúrate.
Ciertamente, entre jugada y jugada, tenía tiempo suficiente para pensar. El recorrido al que se obligaba
Topalov moviendo sus piezas en cuarenta tableros era una especie de
reloj de competencia generoso. Pero ya que no podía enrocarme en corto
—como prefiero hacerlo para mi seguridad—, porque tenía un alfil
atrancado en la hilera ocho, me vi obligado al enroque largo y eso
aceleró mi desazón. ¡Pinche salida con caballo!
Sobre
mi enroque se lanzó implacable Topalov. Llegó un momento en que sobre
el débil peón que protegía a mi rey en b8, el ventajoso campeón tenía
sus dos torres enfiladas —“es terrible con las torres”—, su dama metida
ya en el corazón del mate y un caballo relinchando en espera de soltar
la dentellada. Defendí aguerridamente a mi peón con otro peón, con un
alfil, con un caballo y con mi dama. ¡Por aquí no entras, cabrón!
Entonces
empezaron a caer quienes conspiraban a favor mío en las simultáneas.
Primero cayó un niño genio, luego un joven de cabello alborotado, luego
un adolescente mustio, luego el rector de la Universidad de Morelos. Si
no lo detenía con mi defensa loca yo sería el quinto, es decir, el único
al que Topalov deseaba realmente vencer de acuerdo con aquel reto a
muerte lanzado en Madrid.
Por
eso era su saña despiadada, por eso se detenía a cavilar durante largos
segundos frente a mi tablero como no lo hacía con los demás. Ya no me
miraba a los ojos como al principio. Tenía clavados los suyos en el
garabato de piezas negras y blancas al tiempo que desentumecía los dedos
de su derecha a la manera de un pianista.
Cuando
llegué a la jugada diecinueve, luego de que Topalov amacizó su ataque
con un alfil en blancas traído de no sé dónde, me sentí perdido. Desde
su esquina, Enrique Rocha se percató de mi naufragio y me lanzó una
mirada dulce como quien tira al mar un salvavidas. Ya era demasiado
tarde. ¡Pinche apertura con caballo!
—
Ve pensando en doblar tu rey —me dijo Lichi quedamente. Se veía triste,
igual que si él fuera perdiendo. —Tengo que pasar de la jugada veinte
—le dije, recordando a Marcel: “sería una vergüenza si no pasas”. Hice
mis cálculos. En ese movimiento diecinueve podía tapar la flecha del
alfil traído de no sé donde con un caballo que quedaría sin protección.
Topalov tomaría el caballo, lógicamente, pero yo llegaría a la veinte
sacrificando mi dama, a la veintiuno sacrificando mi alfil, a la
veintidós resignándome al mate estrepitoso.
—Dobla tu rey —me dijo Lichi—, ya no tiene remedio.
—Puedo llegar a la veintidós.
—Por dignidad, maestro.
Tenía
razón. Era indigno mantener vivo a mi rey por un simple capricho de
orgullo propio. La dignidad consistía en desenchufarlo como se
desenchufa a un desahuciado en estado de coma. Un acto responsable de
eutanasia.
Cuando Topalov
completó su monótona rutina por los tableros y se detuvo en el mío, se
veía un hombre feliz. Había satisfecho su venganza. Nos miramos un rato,
ojos contra ojos. Entonces prendí mi rey con la punta de los dedos y lo
dejé caer suavemente sobre el tablero.
Por
primera vez, Topalov sonrió afable y me regaló un fuerte apretón de
manos, mientras Enrique Rocha me miraba con pesadumbre a la distancia y
Lichi me palmeaba el brazo.
Me
levanté de la mesa. Rehuí a los reporteros. Myrna trató de convencerme
de que aguardara al final de las simultáneas y me quedara al coctel para
charlar a mis anchas con Topalov. No tenía caso. En el tablero ya había
dicho a Topalov, al campeón del mundo, a El Venenoso, todo lo que
necesitaba decirle.
Regresé a mi casa.
—¿Cómo te fue? —me preguntó Estela.
—Mal, me partió la madre.
Y subí al estudio para escribir, en forma de obra teatral, este cuento inverosímil.
Vicente Leñero
En Memoria (1933-2014)
Cortesía de: Información para saber más
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