lunes, 30 de mayo de 2016
Elogio de la envidia y los poetas
Evagrio Póntico dividía a los pecados en concupiscentes o anhelantes de posesión. A la primera clase correspondían la gula, la lujuria, la avaricia y la vanagloria; la segunda estaba constituida por los nacidos de la privación o vicios irascibles: ira, tristeza, pereza y orgullo. En una serie de televisión dedicada a los pecados capitales, Fernando Savater afirmaba que éstos se dividen en placenteros y dolorosos; entre los primeros estaban la gula, la lujuria, la pereza y de algún modo la ira cuando significa una liberación; entre los segundos estaban la codicia o avaricia, la soberbia y sobre todo la envidia. Los primeros suelen ser motivo no sólo de sinceridad sino de orgullo. No es extraño escuchar “yo soy muy lujurioso”, “me encanta la hueva”, “yo no como, trago”, “si me buscan, me encuentran”. Pero ¿cuántas veces escuchamos a una persona reconocerse como usurero, pedante, arrogante o mamón? Más escasas aún son las confesiones de seres envidiosos. La envidia suele ser oculta y negada porque disminuye a quien la padece, muestra debilidades y carencias, el deseo de poseer lo que el otro tiene.
Entre artistas e intelectuales, escritores y creadores en general, en el mundo del poder y la fama, la envidia es el factor aglutinante. La envidia duele, tortura y a veces aviva el deseo y las capacidades creativas, pero casi siempre suele nulificarlas o aguza las armas contra el destinatario de ese sentimiento adverso que, por regla general, ignora el dolor causado por sus virtudes, sus propiedades, su fortuna. Hay casos también en que el envidiado siente dolor por ese sufrimiento. El querido poeta Lêdo Ivo contaba que le dolían los envidiosos, pero sobre todo si era el caso de un amigo, porque uno sabe que hay amigos que lo envidian. Un colega suyo, escritor y académico, sufría cada vez que Lêdo recibía un reconocimiento. Una ocasión Lêdo fue invitado a un país nórdico. Mientras contemplaba la belleza inaudita de los fiordos recordó a su amigo y sintió aflicción por su memoria. Apenas volvió a la ciudad le pidió a una chica que escribiera un email: “Querido amigo... te escribo envuelto en la niebla de esta glacial geografía, padezco la nostalgia de nuestro incomparable clima; más que nunca admiro los dones de nuestra naturaleza, la belleza solar de nuestra gente, el calor de Río de Janeiro. No sabes cuánto te recuerdo y te envidio.” Una vez escrito el mensaje, Lêdo durmió tranquilo liberando en los sueños la dicha de conocer los paisajes noruegos y de regalar un bálsamo al amigo.
Vicente Huidobro definía a los poetas como pequeños diosecillos, y sí, el artista en general aspira a una categoría divina. Reconoce un don en su voz, su inteligencia, su capacidad creadora, su destreza, sus posibilidades imaginativas. Podríamos decir que hay en ese reconocimiento una fuerte dosis de soberbia. Y la hay. Un artista o escritor además de la neurosis posee un ego voluminoso. No obstante, los hay sinceramente humildes o no tan vanidosamente ostensibles, pero son… casi inexistentes. Abundan, sí, los falsos humildes.
Luzbel al exilio. La envidia de Dios es quizás un sentimiento oculto, ignorado en los genios, en los grandes creadores. Pero a nivel de los artistas sobresalientes, muy buenos, pero no geniales, los esforzados, los perseverantes son a menudo atenazados por la envidia; quisieran a su vez ser envidiados. En su maravilloso análisis “El amor y la cólera”, Rubén Bonifaz Nuño nos muestra a un Catulo apasionado hasta la enfermedad. Impulsado por el despecho, odia a la amada, aborrece a sus amantes, desprecia a los ricos y poderosos que pueden tenerla con el magnetismo de sus fortunas y sus influencias. En Los idus de marzo, de Thornton Wilder, lo vemos resuelto en el mismo ácido pasional. Es admirado por Julio César, a quien odia porque es amado por Clodia Pulsh (Lesbia). Odia todo aquello que le impide poseer a esa mujer, todo aquello que compite y le gana. Envidia el poder, lo anhela, y lo desprecia a la vez. Sus poemas denuestan y ridiculizan a quienes tienen lo que él no puede retener para sí. El poeta es un bufón en la corte que goza de sus prebendas y su reconocimiento, pero carece del control para fijar el rumbo de sus apetencias. Recibe, sí, beneficios, pero no los que anhela. Envidia a la amada, envidia la suerte de ella, a los destinatarios de sus caricias, de sus atenciones. Todo lo que no posee, lo que desea, incluso lo que adora, es motivo de cólera, de odio, de llanto, de perfidia, de ponzoña.
Los críticos de oficio y abolengo aborrecen la mediocridad y la atacan con ferocidad, suelen también hacerse enemigos de creadores cuando éstos los deprecian y truecan entonces su admiración en odio. En cambio los enemigos gratuitos saben todo de uno, son consistentes y sistemáticos, son fieles a su causa. Hablan mal y mucho del objeto de su envidia. Les dedican horas y días de su vida para llamar su atención, para impedir su felicidad, su éxito, su empuje. En realidad no son predadores sino admiradores vergonzantes. Los destinatarios de esos actos de difamación por regla general se sienten halagados. Los extrañan cuando menguan su activismo y sus calumnias. En el fondo se agradece esa lealtad, ese esfuerzo de divulgación y de atención en la obra y la trayectoria del otro. A los enemigos gratuitos no se les odia, se les compadece y se les echa de menos. Los envidiosos son una buena señal del camino, no hay admiración más sincera que la de ellos. Por supuesto, no puede desdeñarse su capacidad destructiva. Hay envidiosos que no actúan como predadores sino como carroñeros. Esos son terribles porque actúan en grupo y se disputan al cadáver o al débil, suelen ser traicioneros y trabajar en la oscuridad, entre el ruido de la selva.
Concluyamos con Marcial: “Mis epigramas los canta y los ama Roma mía./ Ando en los bolsillos y las manos de todos./ Pero hay uno que enmudece y palidece y se enfurece:/ Por eso estoy contento de mis cantos.” •
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