jueves, 14 de abril de 2016
Muerte y retorno entre los migrantes nahuas
La vida ritual de los pueblos
nahuas de la región del Alto Balsas, Guerrero, estado ubicado al sur de México,
ha sido sometida a presiones culturales producto de sus experiencias de
integración, como aquellas asociadas con los intercambios inherentes a los
contextos migratorios en el propio país o en destinos internacionales. Las
dinámicas de movilidad de estas comunidades indígenas durante el último medio
siglo han ocasionado cambios sociales radicales, como los vinculados al
repertorio ritual, a través de la renovación ininterrumpida de la tradición.
La importancia de replicar la
costumbre, y con ella las creencias, para activar los dispositivos emocionales
y los imaginarios colectivos más sensibles, así como los recursos materiales
necesarios a lo largo de los nodos migratorios, se hacen patentes en diversos
eventos festivos de las comunidades migrantes, como la fiesta patronal, por
mencionar uno de los más vistosos. En ese marco, en la cultura de las
comunidades indígenas migrantes cobran relevancia los rituales funerarios,
áreas del universo sagrado que resienten las condiciones impuestas por los
Estados nacionales a la hora de resolver y desplegar el periplo de retorno de
los migrantes muertos. En el caso de que el deceso se haya producido en el
extranjero, aunque parezca absurdo, también se hacen distinciones según haya sido
su condición migratoria en vida: legal o ilegal (...)
Repatriación de cadáveres
En este punto, la “administración
de la muerte”, por utilizar una acepción pragmática, también caracterizada
dentro de “la gestión gubernamental del sufrimiento” (Lestage, 2013),
corresponde al ámbito burocrático, por lo que se hace necesaria la intervención
del Estado mexicano, con sus mecanismos de acción consular regidos por
referentes internacionales.
Dentro de la política sectorial
que rige las tareas de las representaciones diplomáticas de México en el mundo
se establecen dos modalidades para lo que se identifica como repatriación de
cadáveres: las personas que mueren en el intento de cruzar la frontera y los que
fallecen en el extranjero —cuyos familiares estén en condición de pobreza—. En
todos los casos, las autoridades mexicanas deben identificar los restos mortales
y localizar a los familiares; los requisitos generales se encuentran en el
portal de internet de la Secretaría de Relaciones Exteriores y para obtener más
detalles se puede consultar por teléfono a las oficinas del consulado o en
México, trámite que no suele ser cómodo en ningún lado del teléfono. Puesto que
se repatrían cadáveres desde Estados Unidos hacia los diferentes estados del
país, todos los estados cuentan con un servicio para el traslado de cadáveres.
Por ejemplo, en Guerrero existe el “Programa de apoyo a deudos de guerrerenses
fallecidos en el extranjero”, a cargo de la Secretaría de los Migrantes y
Asuntos Internacionales.
A nivel nacional, de 2010 a julio
de 2013 los datos oficiales reportaron 1218 muertes de mexicanos en Estados
Unidos; poco menos del 100% (1112 personas) se concentraron en Arizona y Texas;
los puntos más difíciles fueron Tucson, McAllen y Laredo. Se registraron
alrededor de 99 muertes en Calexico y San Diego, y ocho fallecimientos en Nuevo
México.
Si bien año tras año se repatrían
migrantes fallecidos a todo el territorio mexicano, destacan algunos estados.
Por ejemplo, en el año 2012 encabezaron la lista Michoacán (con 538 repatriaciones),
Jalisco (436), Guanajuato (365), Puebla (332) y Guerrero (327). En septiembre
del siguiente año estas jurisdicciones mantuvieron cifras similares. Los tres primeros
estados pertenecen a la región de migración tradicional del país, mientras que
en Puebla y Guerrero se intensificó la migración internacional en los años
ochenta. En cuanto al resto de los estados del país, once registraron menos de
cincuenta casos, y Tabasco, Quintana Roo y Campeche, entidades de baja
intensidad migratoria, registraron menos de diez repatriaciones de cadáveres
cada uno.
En cuanto al traslado de las
personas que fallecen en el intento de ingresar en territorio estadounidense, se
pueden presentar dificultades en la identificación del cadáver debido a la
carencia de documentos que acrediten la personalidad del fallecido. Es sabido
que los coyotes o polleros exigen a los migrantes que se deshagan de cualquier
documento en el que consten sus datos, así como de objetos personales que
pudieran estorbarles en el trayecto; muchos lo hacen, pero otros logran
conservar algún objeto que registre indicios de su identidad. Cuando las
muertes se producen en el interior de Estados Unidos, y existen mayores
referencias por tratarse de personas ya asentadas, el trabajo consular se agiliza
o los familiares acuden directamente a solicitar el apoyo. En ambos casos se
facilita a los familiares recursos económicos y administrativos: el apoyo es de
3500 dólares para la repatriación de un cuerpo desde el interior de Estados
Unidos, y de 4000 para el traslado de un fallecido en el intento de cruzar la
frontera. Otros gastos adicionales se cargan al erario de los gobiernos estatales
en México.
El trámite para la repatriación
de los mexicanos que fallecen al intentar cruzar la frontera puede resultar complejo
por los eventos asociados al trayecto. No todos los cuerpos se rescatan en “la
línea”, porque una cosa es “cruzar”, “pasar”, “brincar”, y otra internarse. Existen
pasos o cruces por los que los migrantes tardan días en introducirse en el
país, como Texas. En este caso, desde el punto fronterizo Del Río al siguiente check
point o punto de inspección, hay una distancia de 112 kilómetros tierra
adentro, donde los migrantes se ven obligados a evadir puestos de control y a
rodear los ranchos texanos para acceder a los poblados próximos. Según reportes
de los consulados, las 1218 muertes de personas acreditadas como mexicanas en
los tres primeros años de esta década ocurrieron en quince puntos de la línea,
dentro de las cuatro jurisdicciones fronterizas del sur estadounidense. Las
causas de esos decesos fueron deshidratación y ahogamientos, en menos de la
mitad de los casos, y un porcentaje similar se clasificó en la categoría de “otros/pendientes”.
Los puntos más dramáticos donde se ha producido un mayor número de
fallecimientos fueron Tucson (Arizona) y McAllen y Laredo (Texas), zonas reportadas
como las más peligrosas debido a que sus entornos son áridos, calurosos y se
encuentran deshabitados, por lo que quien se pierde corre el riesgo de morir.
En ambos estados, los registros oficiales destacan la deshidratación como la
causa más común de muerte.
En Estados Unidos, la tecnología
forense para identificar cadáveres está al servicio de los familiares de los
migrantes siempre y cuando se logre obtener alguna evidencia sobre la identidad
de los fallecidos. Muchos cadáveres prácticamente desaparecen como consecuencia
de los elementos de la naturaleza y por la acción de los predadores, mientras
que otros nunca llegan a ser identificados. En este último caso, los cuerpos suelen
llevarse a fosas comunes, donde el anonimato del migrante se signa para
siempre. Los encargados de estas labores pueden seguir pistas falsas por la
dificultad que presenta rastrear las escasas huellas, como números de teléfono
incompletos, direcciones mal escritas o relatos falsos. Otro recurso forense es
el examen de ADN para un posible reconocimiento en el futuro. En ocasiones se ha
logrado localizar a familiares por este medio, quienes a veces se resisten a
aceptar el hallazgo.
Las personas que mueren en el
intento de cruzar la frontera son referentes para los migrantes que van a
emprender el viaje. Entre los nahuas, los jóvenes que fallecen al tratar de
internarse en Estados Unidos son devueltos por los mismos guías —coyotes—,
sobre quienes no recaen reclamos “pues han llevado a tanta gente”.
Una vez que se entierran en el
panteón de la comunidad, los cadáveres son visitados por los nuevos iniciados
púberes, esos futuros candidatos que se alistan para ir al norte alimentándose
de la fuerza de sus muertos. Estos actos se acompañan de otras prácticas simbólicas
que corresponden a la primera fase del ritual de paso de la frontera, en la que
los futuros “norteños” se despiden de sus santos, sus muertos, sus familias y
su comunidad, haciendo promesas de cruzar, de “ver por la familia” —como
proveedor al enviar remesas— y de volver al terruño (García, 2008).
Migraciones y vínculos
Entre los nahuas, la partida, el
viaje, la recepción en el destino migratorio y el retorno son procesos
sancionados socialmente en los que todos participan preparando los trayectos,
pero existe otro espacio de acción colectiva en la compleja elaboración
simbólica para incorporar a los migrantes al sistema de clasificación
comunitaria en términos de su reconocimiento social. En estos pueblos de
Guerrero, los que salen y llevan a cuestas la experiencia transcomunitaria viajeros,
norteños— son investidos con valores o atributos sociales en los que sobresale
la cualidad de proveedores. Así, los nahuas dan curso a nuevos significados y
proporcionan respuestas colectivas a sus dinámicas comunitarias, al integrar,
más allá de las clasificaciones convencionales comunitarias, estratificaciones
inéditas para nombrar a quienes salen a lugares recónditos. Y es que “el viaje”
es una tradición, un modo de vida ya incorporado al universo simbólico e
instrumental comunitario en eso que se ha llamado cultura de la migración.
Los circuitos migratorios
regionales se fundan no sólo en la experiencia de las prácticas trashumantes de
los nahuas, sino también en sus propios sistemas interétnicos basados en el
parentesco, la lengua, el comercio, la vida ritual y la organización política.
Estas características sustentan
la idea de una región homogénea histórica y culturalmente, en la que los pueblos
han configurado sus límites territoriales desde su llegada a esta zona en el
actual estado de Guerrero producto de las migraciones acaecidas en la amplia
geografía conocida como Mesoamérica hacia el centro de México en el siglo XI. A
distancia, y con este sustrato etnoterritorial, que en la actualidad se expresa
en sistemas intercomunitarios de carácter ritual, comercial, de parentesco,
lingüístico y político, se combinó y creó un complejo migratorio regional en
por lo menos cien puntos binacionales en el que confluyen distintas tradiciones
migratorias (García, 2009), así como fuerzas estructurales en torno a la inserción
laboral en los tres sectores económicos —agricultura, industrial y de
servicios—. En México, migrantes de origen nahua se localizan en centros turísticos
y ciudades capitales; y en Estados Unidos, en diecinueve entidades. Así, en
esta diversificación migratoria subyacen renovadas prácticas intra y transcomunitarias
de largo aliento cultural orientadas por sus trayectos históricos.
Aunque en español se conciben
como “viajeros”, los nahuas han creado nociones propias para definir a las personas
que van y vienen: “viajeros” y “viajeras” como categoría para los migrantes
nacionales, y “norteños” y “norteñas” como categoría para quienes van a Estados
Unidos. Existen diferentes referencias en náhuatl para los migrantes: uehca
quiztinemi (lejos anda saliendo), uehca onquiquiza (lejos va a pasearse), uehca
ontequipanotinemi (lejos anda trabajando) y quiquizque (los que siempre están
fuera). De esa forma, “viajero” es quien sale a vender o quien va de paseo o de
visita dentro de los confines nacionales o internacionales; quienes van a trabajar
o viven en Estados Unidos son “norteños” o “norteñas”, y se les identifica con
la expresión “oya norte” (se fue al norte).
Las relaciones a distancia se
sustentan en interacciones a tono con las prácticas espaciales arraigadas en la
tradición mesoamericana, puesto que esas estrategias de intercambio tienen su
raíz en las formas de organización ritual, como la participación en
peregrinaciones dentro de un amplio territorio simbólico que trasciende tanto
el espacio regional, como el intercomunitario. Un ejemplo es el de las fiestas patronales
relacionadas con el sistema de cargos, en las que se realizan intercambios de
obsequios a la figura devocional —santa o santo— entre pueblos.
Entre las formas de recreación de
espacios rituales o simbólicos a partir de los principios de reciprocidad están
los creados por los jóvenes migrantes, quienes llegan a la fiesta del pueblo a
organizar torneos de básquetbol a nivel regional en la misma lógica de las mayordomías
en los días patronales. En este sentido, los grupos deportivos son recibidos en
las casas de los anfitriones, se les prepara comida y se les proporciona alojamiento,
acciones que se repiten al devolver lo dado.
Cabe señalar que, antes del
evento deportivo, los migrantes hicieron los preparativos de ley, como remodelar
la cancha de básquetbol, y pintar y equipar el lugar donde dejarán constancia
de su presencia en la fiesta local. Algunos detalles de la organización suelen
realizarse por encargo desde Estados Unidos o a través de una comitiva juvenil
que, a su vez, realizará la comunicación a nivel regional.
La participación colectiva no se
ha visto impedida por la distancia, dado que la modernización del transporte y
de las carreteras ha facilitado la comunicación —hace treinta años había
caminos de terracería y en la región del Balsas sólo un camión al día
comunicaba una docena de pueblos—. Entre las manifestaciones de esa realidad grupal
está la capacidad para recrear la vida ritual reeditando fiestas y ceremonias
en circuitos que diseñan nuevas geografías simbólicas entre puntos migratorios:
Los Ángeles, con conexiones en Compton, Ontario, San Diego, Sacramento y Santa
Bárbara, o las ciudades turísticas de Cancún, Acapulco, Cuernavaca, ciudad de México,
Los Cabos, Mazatlán, Tijuana o San Miguel de Allende.
Las fiestas patronales han sido
las más documentadas en la literatura sobre migración debido a que son el imán colectivo
de la comunidad en términos de participación y de contribución en los recursos
desplegados para la organización, donde los migrantes nacionales o
internacionales colaboran de manera destacada (Goldring, 1997, entre otros).
Entre los nahuas, el apoyo a distancia se resuelve a través de comités para la
recaudación de donativos entre “paisanos”, que se destinarán a asumir los
gastos de la compra de flores, velas, incienso y cohetes, así como el pago de
la música, la preparación de la peregrinación y la comida en el lugar de
origen. En cambio, las fiestas patronales celebradas en Estados Unidos tienen
otro brillo: se realiza una misa en un recinto religioso céntrico, se prepara
comida en algún parque donde los cohetes y la bebida están excluidos, y se
elimina la práctica de preparación de la comida, pues no pueden matar animales,
que en su lugar de origen suelen ser un cerdo o una res, y compran la carne en
el supermercado. Es este tipo de organización, institucionalizada por siglos,
el que se activa igualmente ante sucesos de enfermedad y muerte, a través de comités
de apoyo logístico y colectas monetarias entre los migrantes.
Ritual funerario
Aun cuando existe una norma
general para el ritual funerario entre los nahuas del Alto Balsas con elementos
de cuño mesoamericano, los detalles de las ceremonias luctuosas varían en cada
pueblo según las posibilidades económicas, el estatus social y laboral, la edad
o el género. Otros condicionantes los impone el grado de aculturación, la
afiliación religiosa de la familia doliente, el lugar donde ocurre el evento
mortuorio y el lugar donde se encuentren los deudos o quienes se encarguen de
la ceremonia; influye también la condición migratoria de la persona fallecida.
La organización de todo el proceso relacionado con la defunción implica más que
dar sepultura al cuerpo. Es decir, la práctica ritual conlleva movilizar
recursos materiales y humanos en la revisión de los elementos ceremoniales y en
la distribución de tareas, que incluyen acciones de carácter civil, como las
mencionadas sobre la administración de la muerte.
Cuando el traslado del cuerpo de un difunto adulto se
realiza en México, desde cualquier punto a la comunidad de origen, se asume un
alto riesgo, pues los cadáveres son por lo común llevados de manera clandestina,
sin ataúd. Se maquilla y viste el cuerpo, y se acomoda en el asiento de algún
carro particular para aparentar que está vivo. Por lo general, el riesgo de ser
descubierto por las autoridades federales de caminos no pasa del pago de una
multa o de una extorsión. Si se trata de un bebé difunto, podría ser sepultado
en el lugar de destino migratorio donde ha muerto.
La modalidad es otra en Estados
Unidos. Ante el fallecimiento de un niño, su cuerpo puede incinerarse y, en
todo caso, sólo sus cenizas podrían ser trasladadas al lugar donde nació, en
México. Si nació en el extranjero, los restos no se trasladan al lugar de
origen de sus familiares, sino que es sepultado allá en compañía de familiares
y con aportaciones monetarias de paisanos y amigos. La situación cambia en el
caso de un adulto porque comúnmente se traslada el cuerpo a su lugar de origen.
En estos casos, los “paisanos” se organizan en un comité, nombrado en alguna
reunión privada, para recaudar donativos o cuotas específicas, y con ello sufragar
los gastos de los trámites correspondientes. Los costos comunes incluyen la
compra del ataúd y flores, y el pago del transporte aéreo —para el “muertito” y
sus familiares, una o dos personas adultas—. Cuando el cuerpo del fallecido se
traslada por vía terrestre, deberán cubrirse los gastos implicados en el
recorrido —alimentación y hospedaje de quienes lo acompañan, gasolina
y peaje—; si sobra dinero, se podrán pagar los trámites de defunción.
Si algún migrante con estancia
legal en Estados Unidos muere por accidente de trabajo, es probable que, a
través del seguro de vida, los patrones empresarios otorguen a los familiares
los recursos económicos para el traslado del cuerpo por vía aérea o terrestre.
Para quienes no se encuentran en tales circunstancias, esas prerrogativas no
existen, de modo que sus familiares no recibirán apoyo económico de la empresa
donde trabajó la persona fallecida. En estos casos, son los “paisanos” los
responsables de la cooperación para asumir los gastos del traslado del
“muertito”. En ocasiones, podrían recurrir al consulado mexicano, pero por lo
común muestran desconfianza o no tienen información sobre el quehacer de estas
instancias y sus programas para migrantes.
El aviso a los parientes en el
lugar de origen se realiza por teléfono, y se les informa sobre la fecha y hora
aproximada de la llegada del cuerpo. Sea el recorrido por avión o por tierra,
la comitiva fúnebre llega por carretera a la entrada del pueblo, donde aguarda
una procesión comunitaria. A la espera de ese momento, familiares y amigos del
doliente se concentran en la parada de camiones a la entrada del pueblo para
disponer lo necesario para el entierro.
Tras este recibimiento, se efectúan
los preparativos de acuerdo con la costumbre católica mesoamericana para llevar
al difunto al camposanto y realizar las ceremonias domésticas, como los
novenarios, la levantada de la cruz y el retorno de las almas en el día de
Todos Santos.
Una vez que llega el ataúd al
pueblo, se queman cohetes y se realiza una procesión hasta el lugar donde vivió
el difunto antes de ir al norte. Ahí, otro grupo lo recibe con flores y
veladoras. Al frente del ritual está un rezandero encargado de las plegarias y
de las palabras de recibimiento, en las que alude al retorno del migrante: “Te
estábamos esperando, pero no de este modo. Ahora, hermano mío, aquí te vamos a
enterrar […]” ( Timitzchixtoyan, pero xihcon, uehca otimiquito. Aman teh
nocniuhtzin nican timitztocazque ).
Una vez depositado el cuerpo del
migrante en casa de los deudos, la gente de la comunidad visita al difunto
llevando uno o dos cuartillos de maíz para hacer las tortillas, una botella de
aceite o manteca, uno o dos casilleros de huevos, velas o veladoras y flores,
entre otras cosas. La comida ceremonial que se prepara es “chile frito con
huevo”; no se debe comer carne, supuestamente por la relación de la carne sin
vida con el cuerpo muerto; además, los dolientes compran varios chiquihuites de
pan para repartir con café hervido entre los asistentes. En esta fase, parte de
las labores se relaciona con la preparación del cuerpo a manos de los
familiares: bañarlo con jabón nuevo, cambiarlo con ropa limpia o nueva, y
acomodarlo en el suelo frente al altar doméstico, donde previamente se ha
colocado un petate y una cruz con cal; por cabecera le ponen una piedra, la
misma que en el entierro será colocada en la tumba, en dirección de la cabecera
de la fosa. El cuerpo inerte queda ahí, con o sin ataúd. La falta de una caja mortuoria
se debe a motivos económicos, pues para algunas familias el costo puede ser
oneroso —entre seis y doce mil pesos—. En cualquier circunstancia, al ornamentar
el cuerpo, la fosa fúnebre se convierte en un depósito ritual.
Al difunto se le coloca un cordón
blanco en la cintura —como el usado por los sacerdotes— y una retahíla de
cuentas llamada “rosario” —collar adquirido en algún lugar de devoción
religiosa, como Cuetzalan, pueblo donde tradicionalmente los nahuas realizan peregrinaciones—.
Los implementos para el trayecto constan de una jícara nueva de laca de Olinalá
o Temalacacingo, con granos de maíz azul o negro —si hay—, o blanco, un bule
con mecate —vasija natural de calabaza amarrada a un lazo de fibra de palma
seca— lleno de agua, un morral con tortillas envueltas en una servilleta nueva,
y un pan de muerto en forma de muñeco que se guarda después del día de Todos
Santos. Estas viandas constituyen las provisiones del muerto para el viaje,
para llegar “a la otra vida”.
Durante el sepelio, al muerto se
le cambian los huaraches de hule y piel por unos de palma, los cuales se
encargan a un vecino especialista. El difunto los portará durante la velación y
en su traslado al camposanto, donde se los retirarán para sustituirlos por
huaraches de correa nuevos; los de palma se queman en algún rincón del
camposanto. Mientras el difunto se encuentra “tendido” —en su ataúd sobre una
mesa—, junto al cadáver se coloca una jícara o un recipiente para que “reciba
su limosnita”, recurso que servirá para complementar los gastos del sepelio. En
ese lapso se le coloca una ofrenda de comida tradicional: chile frito con huevo
y tortillas cubiertas con una servilleta sobre unos platos, viandas que después
se comparten entre los asistentes. El complemento ritual es un recipiente con
sal, un vaso de agua o un refresco destapado.
Debajo de la mesa se disponen
unas cuantas mudas de ropa del difunto, guardadas en un chiquihuite , entre las
que los familiares elegirán dos que llevará en su ataúd.Frente al ataúd, en el
suelo, se colocan retoños de azuchil en forma de cruz; y sobre ellos, cuatro
veladoras encendidas.
Los músicos participantes en la
ceremonia pueden ser los llamados “musiquitos” —banda musical integrada por
niños— o los “músicos viejos” —banda tradicional que daba su tequitl en las
fiestas y ceremonias en la misma comunidad o en representación de ésta en otros
pueblos de la región.
Ciertos aspectos de los indicados
anteriormente se dispensan cuando el difunto y su familia son de escasos recursos.
En esta situación, algún familiar acude al municipio a solicitar una caja de
cualquier precio y calidad. Hace unos veinte años en la comunidad había tres
carpinteros a quienes los dolientes encargaban cajas rústicas de madera sin
pintar, a precios accesibles. Todavía a principios del siglo XX en la región
del Balsas, según se recuerda, ni cajas rústicas podían adquirirse para muchos
difuntos, que eran enterrados envueltos con sábanas o petates, y el cadáver se
trasladaba en camillas de varas, como las que se usaban para dormir.
Durante el desarrollo del sepelio
se prepara la fosa donde se depositará el cadáver. Esta actividad no corresponde
a los familiares, sino a señores y jóvenes amigos del difunto o de la familia,
mientras que otros colaboran con una remuneración simbólica. El trabajo puede
ser por tequitl o “mano vuelta”, voluntario o individual. Un encargado anota
puntualmente en una libreta todas las participaciones en el evento y entrega esa
lista a los dolientes. Este registro es fundamental, pues se tendrán que devolver
las mismas aportaciones en su momento, e incluso si los deudos mueren, este compromiso
lo asumirán los hijos. Cuando los hombres están por terminar la fosa se les
ofrece alguna bebida alcohólica y a todos por igual se les sirve un almuerzo.
Después, al término de la
excavación, se queman cohetes en señal de que se ha terminado de hacer la fosa,
e inmediatamente se bendice el lugar y se hace una cruz. El estrépito de los
fuegos artificiales avisa a la comunidad que se ha terminado de excavar la fosa
y que llega el momento de preparar el traslado del difunto a su lugar de
entierro. Inicia entonces una procesión desde la casa donde se vela hasta el
camposanto. Los familiares no deben cargar el ataúd, pues existe la creencia de
que el difunto se podría llevar con él a otro miembro de su familia. En el
recorrido al cementerio se pasa por la iglesia católica, incluso si la persona
fallecida perteneció en vida a otra religión, pues “él ya no manda”, “ya no dispone”,
y la gente que le era cercana decide. Casi al final del recorrido, frente a la
puerta del camposanto, las personas o cargueros hacen una reverencia,
hincándose con la caja a cuestas, para luego conducirla hasta la fosa. Esta
práctica no se realiza cuando el difunto pertenecía a una religión no católica.
Las personas que cargan el
féretro tienen vínculos de sexo y edad con el fallecido. Es decir, un difunto niño
o adolescente será cargado hasta el panteón por seis jóvenes; un joven casado,
por seis jóvenes casados; una señorita, por seis señoritas o mujeres jóvenes;
un adulto o anciano, por seis adultos del mismo sexo. Esta regla de edad y sexo
en “la cargada” del féretro hace pensar que debió ser más estricta en sus
inicios. No obstante, esta práctica puede cambiar cuando un difunto no haya
cultivado relaciones sociales, pues si el día de su sepultura acuden pocas
personas, sus mismos familiares de cualquier edad pueden ser los cargadores, o
pedir el favor a algún vecino que tenga camioneta para que traslade el ataúd.
En estos casos, días después en la comunidad se correrá el rumor de que “el
difunto no tuvo gente” en su entierro.
Se acostumbra que en la ceremonia
alguna comadre vaya sahumando a la cabecera del ataúd. Al sepelio asisten
familiares, parientes, amigos, vecinos, voluntarios, músicos, rezanderos y
compadres; es decir el “pueblo” va a enterrar al muerto, mientras un hombre va
quemando cohetes durante el trayecto de la casa de los dolientes hasta el
panteón. Se llevan flores y floreros, que a veces superan en número a los
voluntarios para cargarlos, de modo que se recurre a camionetas de amigos o
familiares. Si al difunto le ofrecen una misa de cuerpo presente, se le notifica
la hora a la gente a través de la bocina pública —en las comunidades rurales es
una costumbre “dedicar” las noticias, o sea, anunciar los eventos por este
medio—.
Al llegar al lugar del entierro,
se coloca en el ataúd una muda de ropa, mientras que el resto de la indumentaria
ordinaria —huaraches o zapatos y otras cosas que pertenecían al difunto— se
deja a un lado del féretro en la sepultura. Si se trata de una mujer, joven o adulta,
se le pone un par de aretes de oro de poco valor. El resto de sus alhajas queda
como herencia para sus hijas o para sus hijos, quienes quizás se las regalaron durante
algún cumpleaños o el día de las madres. Si la difunta tenía varias alhajas de
oro, durante la velación del cuerpo éstas se colocan sobre una jícara dentro
del ataúd, pero no se entierran con la difunta. Los varones no acostumbran usar
alhajas, ni de oro ni de plata, ni de las llamadas “chapeadas” o de fantasía.
Sobre el montón de tierra de la
fosa se coloca la caja y ésta se abre para que cada uno de los familiares se despida
del difunto por última vez, al son de una pieza fúnebre especial que los
músicos tocan sin cesar. Entre otras canciones, tocan la pieza de música
moderna “Amor eterno”, escrita por Juan Gabriel e interpretada por Rocío
Dúrcal, en la versión más común. Cuando ya todos se despidieron, se cierra de
nuevo la caja con clavos, incrustados con martillo o piedras. En los entierros
nahuas, los cuerpos se orientan con la cabeza hacia “donde sale el sol”. Acto
seguido, los albañiles encargados del entierro y de poner la lápida toman dos
mecates gruesos para bajar la caja poco a poco a la fosa, al tiempo que algunos
familiares echan dentro agua bendita y tierra en forma de cruz. Posteriormente
se sacan los mecates y los excavadores comienzan a tapar el lecho mortuorio
hasta dejar un montón de tierra sobre la fosa, mientras que el sobrante se
desparrama con palas en alguna hendidura para emparejar el terreno. La tierra
amontonada se sostiene por los lados con piedras y tabiques; luego, los
familiares del difunto y voluntarios colocan flores silvestres y alhelíes en
floreros y en el suelo. Al final, se prenden velas y veladoras. El evento
concluye con una comida que se ofrece a los asistentes en el panteón, se queman
muchos cohetes en señal del cierre fúnebre, se recogen las herramientas y
objetos usados en la sepultura y, por último, la gente y los músicos salen poco
a poco del camposanto.
Una práctica más doméstica
incluye compartir un platillo especial el día del entierro en el hogar que
fuera del difunto. Al final, con el cansancio y el desvelo de los familiares,
los dolientes comienzan la devolución de los objetos prestados para el acto
fúnebre: sillas, mesas, ollas, chiquihuites , cazuelas, floreros, mecates o cables
de luz eléctrica. Las herramientas utilizadas en la excavación de la fosa se llevan
a la casa de los dolientes y se depositan debajo de la mesa del altar
doméstico, donde permanecerán hasta el último día del novenario.
Cabe recordar que, a mediados del
siglo XX, se enterraba a los muertos en fosas de tierra; sin embargo, posteriormente
comenzó cierta competencia entre la gente del pueblo, de manera que las
sencillas tumbas de tierra se fueron cubriendo con lápidas de cemento.Con el
tiempo, como ha pasado con otros símbolos deprestigio, estas rústicas tumbas se
fueron sustituyendo por criptas de mármol que venden en Iguala, llamadas por lo
común “otro panteón”. Desde luego, esta disputa tiene como referente el poder
adquisitivo alcanzado por las familias que tienen entre sus miembros a comerciantes
o trabajadores internacionales, “norteños”.
En cuanto a los migrantes que han
participado en el ritual funerario, éstos se quedan en la comunidad según el
tiempo de que dispongan, aunque de preferencia extienden su estancia hasta que
termina el novenario, práctica que se puede considerar como la fase final de la
despedida (...)
Por Martha García-Ortega y Eustaquio Celestino-Solís
El otro viaje: muerte y retorno entre los migrantes Nahuas en México
Revista LiminaR. Estudios
Sociales y Humanísticos,vol. XIII, núm. 1, enero-junio de 2015, México
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