lunes, 16 de mayo de 2016

Conquitadores: avaricia, saqueo y genocidio por la corona y la cruz

Moctezuma apresado por Hernán Cortés, Museo del Prado


América era el vasto imperio del Diablo, de redención imposible o dudosa, pero la fanática misión contra la herejía de los nativos se confundía con la fiebre que desataba, en las huestes de las conquistas, el brillo de los tesoros del Nuevo Mundo, Bernal Díaz del Castillo, fiel compañero de Hernán Cortés en la conquista de México, escribe que han llegado a América «por servir a Dios y a Su Majestad y también por haber riquezas».

Una sola bolsa de pimienta valía, en el medioevo, más que la vida de un hombre, pero el oro y la plata eran las llaves que el Renacimiento empleaba para abrir las puertas del paraíso en el cielo y las puertas del mercantilismo capitalista en la tierra. La epopeya de los españoles y los portugueses en América combinó la propagación de la fe cristiana con la usurpación y el saqueo de las riquezas nativas. El poder europeo se extendía para abrazar el mundo. Las tierras vírgenes, densas de selvas y de peligros, encendían la codicia de los capitanes, los hidalgos caballeros y los soldados en harapos lanzados a la conquista de los espectaculares botines de guerra: creían en la gloria, «el sol de los muertos», y en la audacia. «A los osados ayuda tortura», decía Cortés. El propio Cortés había hipotecado todos sus bienes personales para equipar la expedición a México. Salvo contadas excepciones como fue el caso de Colón o Magallanes, las aventuras no eran costeadas por el Estado, sino por los conquistadores mismos, o por los mercaderes y banqueros que los financiaban.

Había, sí, oro y plata en grandes cantidades, acumulados en la meseta de México y en el altiplano andino. Hernán Cortés reveló para España, en 1519, la fabulosa magnitud del tesoro azteca de Moctezuma, y quince años después llegó a Sevilla el gigantesco rescate, un aposento lleno de oro y dos de plata, que Francisco Pizarro hizo pagar al inca Atahualpa antes de estrangularlo. Años antes, con el oro arrancado de las Antillas había pagado la Corona de servicios de los marinos que habían acompañado a Colón en su primer viaje.

Finalmente, la población de las islas del Caribe dejó de pagar tributos, porque desapareció: los indígenas fueron completamente exterminados en los lavaderos de oro, en la terrible tarea de revolver las arenas auríferas con el cuerpo a medias sumergido en el agua, o roturando los campos hasta más allá de la extenuación, con la espada doblada sobre los pesados instrumentos de labranza traídos desde España. Muchos indígenas de la Dominicana se anticipaban al destino impuesto por sus nuevos opresores blancos: mataban a sus hijos y se suicidaban en masa. El cronista oficial Fernández de Oviedo interpretaba así, a mediados del siglo XVI, el holocausto de los antillanos: muchos de ellos, por su pasatiempo, se mataron con ponzoña por no trabajar, y otros se ahorcaron por sus manos propias [1].

Había de todo entre los indígenas de América: astrónomos y caníbales, ingenieros y salvajes de la Edad de Piedra. Pero ninguna de las culturas nativas conocía el hierro ni el arado, ni el vidrio ni la pólvora, ni empleaba la rueda. La civilización que se abatió sobre estas tierras desde el otro lado del mar vivía la explosión creadora del Renacimiento: América aparecía como una invención más, incorporada junto con la pólvora, la imprenta, el papel y la brújula al bullente nacimiento de la Edad Moderna. El desnivel de desarrollo de ambos mundos explica en gran medida la relativa facilidad con que sucumbieron las civilizaciones nativas. Hernán Cortés desembarcó en Veracruz acompañado por no más de cien marineros y 508 soldados, traía 15 caballos, 32 ballestas, diez cañones de bronce y algunos arcabuces, mosquetes y pistolones. Y sin embargo, la capital de los aztecas, Tenochtitlán, era por entonces cinco veces mayor que Madrid y duplicaba la población de Sevilla, la mayor de las ciudades españolas, Francisco Pizarro entró en Cajamarca con 180 soldados y 37 caballos.

Los indígenas fueron, al principio, derrotados por el asombro. El emperador Moctezuma recibió, en su palacio, las primeras noticias: un cerro grande andaba moviéndose por el mar. Otros mensajeros llegaron después: «... mucho espanto les causó el oír cómo estalla el cañón, cómo retumba el estrépito, y cómo se desmaya uno; se le aturden a uno los oídos. Y cuando cae el tiro, una como bola de piedra sale de sus entrañas: va lloviendo fuego... ». Moctezuma creyó que era el dios Quetzalcóatl quien volvía. Ocho presagios habían anunciado, poco antes su retorno. Los cazadores le habían traído un ave que tenía en la cabeza una diadema redonda con la forma de un espejo, donde se reflejaba el cielo con el sol hacia el poniente. En ese espejo Moctezuma vio marchar sobre México los escuadrones de los guerreros. El dios Quetzalcóalt había venido por el este y por el este se había ido: era blanco y barbudo. También blanco y barbudo era Huiracocha, el dios bisexual de los incas. Y al oriente era la cuna de los antepasados heroicos de los mayas.

Los dioses vengativos que ahora regresaban para saldar cuentas con sus pueblos traían armaduras y cotas de malla, lustrosos caparazones que devolvían los dardos y las piedras; sus armas despedían rayos mortíferos y oscurecían la atmósfera con humos irrespirables. Los conquistadores practicaban también, con habilidad política, la técnica de la traición y la intriga. Supieron explotar, por ejemplo, el rencor de los pueblos sometidos al dominio imperial de los aztecas y las divisiones que desgarraban el poder de los incas. Los tlaxcaltecas fueron aliados de Cortés, y Pizarro usó en su provecho la guerra entre los herederos del imperio incaico, Huáscar y Atahualpa, los hermanos enemigos. Los conquistadores ganaron cómplices entre las castas dominantes intermedias, sacerdotes, funcionarios, militares, una vez abatidas por el crimen, las jefaturas indígenas más altas.

Pero además usaron otras armas o, si se prefiere, otros factores trabajaron objetivamente por la victoria de los invasores. Los caballos y las bacterias, por ejemplo.

Los caballos habían sido, como los camellos, originarios de América, pero se habían extinguido en estas tierras. Introducidas en Europa por los jinetes árabes, habían prestado en el Viejo Mundo una inmensa utilidad militar y económica.

Cuando reaparecieron en América a través de la conquista, contribuyeron a dar fuerzas mágicas a los invasores ante los ojos atónitos de los indígenas. Según una versión, cuando el inca Atahualpa vio llegar a los primeros soldados españoles, montados en briosos caballos ornamentados con cascabeles y penachos, que corrían desencadenando truenos y polvaredas con sus cascos veloces, se cayó de espaldas. El cacique Tecum, al frente de los herederos de los mayas, descabezó con su lanza el caballo de Pedro de Alvarado, convencido de que formaba parte del conquistador: Alvarado se levantó y lo mató. Contados caballos, cubiertos con arreos de guerra, dispersaban las masas indígenas y sembraban el terror y la muerte. «Los curas y misioneros esparcieron entre la fantasía vernácula», durante el proceso colonizador, «que los caballos eran de origen sagrado, ya que Santiago, el Patrón de España, montaba en un potro blanco, que había ganado valiosas batallas contra los moros y judíos, con ayuda de la Divina providencia».

Las bacterias y los virus fueron los aliados más eficaces. Los europeos traían consigo, como plagas bíblicas, la viruela y el tétanos, varias enfermedades pulmonares, intestinales y venéreas, el tracoma, el tifus, la lepra, la fiebre amarilla, las caries que pudrían las bocas. La viruela fue la primera en aparecer. ¿No sería un castigo sobrenatural aquella epidemia desconocida y repugnante que encendía la fiebre y descomponía las carnes?
Ya se fueron a meter en Tlaxcala. Entonces se difundió la epidemia: tos, granos ardientes, que queman, dice un testimonio indígena, y otro: “A muchos dio la muerte la pegajosa, apelmazada, dura enfermedad de granos”. Los indios morían como moscas; sus organismos no oponían defensas ante las enfermedades nuevas. Y los que sobrevivían quedaban debilitados e inútiles. El antropólogo brasileño Darcy Ribeiro estima que más de la mitad de la población aborigen de América, Australia y las islas oceánicas murió contaminada luego del primer contacto con los hombres blancos.

«Como unos puercos hambrientos ansían el oro»


A tiros de arcabuz, golpes de espada y soplos de peste avanzaban los implacables y escasos conquistadores de América. Lo cuentan las voces de los vencidos. Después de la matanza de Cholula, Moctezuma envía nuevos emisarios al encuentro de Hernán Cortés, quien avanza rumbo al valle de México.

Los enviados regalan a los españoles collares de oro y banderas de plumas de quetzal. Los españoles estaban deleitándose.

Como si fueran monos levantaban el oro, como que se sentaban en ademán de gusto, como que se les renovaba y se les iluminaba el corazón.

Como que cierto que es que eso que anhelan con gran sed. Se les ensancha el cuerpo por eso, tienen hambre furiosa de eso. Como unos puercos hambrientos ansían el oro, dice el texto náhuatl preservado preservado en el Código Florentino. Más adelante, cuando Cortés llega a Tenochtitlán, la espléndida capital azteca, los españoles entran en la casa del tesoro, «y luego hicieron una gran bola de oro, y dieron fuego, encendieron, prendieron llama a todo los que restaba, por valioso que fuera: con lo cual todo ardió. Y en cuanto al oro, los españoles lo redujeron a barras...».

Hubo guerra, y finalmente Cortés, que había perdido Tenochtitlán, lo reconquistó en 1521. «ya no teníamos escudos, ya no teníamos macanas, y nada teníamos que comer, ya nada comimos». La ciudad, devastada, incendiada, y cubierta de cadáveres, cayó. « toda la noche llovió sobre nosotros».

La horca y el tormento no fueron suficientes: los tesoros arrebatados no colmaban nunca las exigencias de la imaginación, y durante largos años excavaron los españoles el fondo del lago de México en busca de oro y los objetos preciosos presuntamente escondidos por los indios. 

Antes de la batalla decisiva, y «vístose los indios atormentados más, que allí les tenían mucho oro, plata. Diamantes y esmeraldas que les tenían los capitanes Nehaib Ixquin, Nehaib hecho águila y león. Y luego se dieron a los españoles y se quedaron con ellos...».

Antes de que Francisco Pizarro degollara al inca Atahualpa, le arrancó un rescate en «andas de oro y plata que pesaba más de veinte mil marcos de plata, fina, un millón y trescientos veintiséis mil escudos de oro finísimo...». después se lanzó sobre el Cuzco. Sus soldados creían que estaban entrando en la ciudad de los Césares, tan deslumbrante era la capital del imperio incaico, pero no demoraron en salir del estupor y se pusieron a saquear el Templo del Sol: «Forcejeando, luchando entre ellos, cada cual procurando llevarse del tesoro la parte del león, los soldados, con otra de malla, pisoteaban joyas e imágenes, golpeaban los utensilios de oro o les daban martillazos para reducirlos a un formato más fácil y manuable... Arrojaban al crisol, para convertir el metal en barras, todo el tesoro del templo: las plantas habían cubierto los muros, los asombrosos árboles forjados, pájaros y otros objetos del jardín».

Hoy día, en el Zócalo, la inmensa plaza desnuda del centro de la capital de México, la catedral católica se alza sobre las ruinas del templo más importante de Tenochtitlán, y el palacio de gobierno está emplazado sobre la residencia de Cuauhtémoc, el jefe azteca ahorcado por Cortés. Tenochtitlán fue arrasada. El Cuzco corrió, en el Perú, suerte semejante, pero los conquistadores no pudieron abatir del todo sus muros gigantescos y hoy puede verse, la piedra de los edificios coloniales, el testimonio de piedra de la colosal arquitectura incaica.

Los indios de la América sumaban no menos de setenta millones, y quizás más, cuando los conquistadores extranjeros aparecieron en el horizonte; un siglo y medio después se habían reducido, en total, a solo tres millones y medio. Según el marqués de Barinas, entre Lima y Paita, donde habían vivido más de dos millones de indios, no quedaban más que cuatro mil familias indígenas en 1685. 

El arzobispo Liñana y Cisneros negaba el aniquilamiento de los indios: «Es que se ocultan –decía- para no pagar tributos, abusando de la libertad de que gozan y que no tenían en la época de los incas». Manaba sin cesar el metal de las vetas americanas, y de la corte española llegaban, también sin cesar, ordenanzas que otorgaban una protección de papel y una dignidad de tinta a los indígenas, cuyo trabajo extenuante sustentaba al reino. La ficción de la legalidad amparaba al indio; la explotación de la realidad amparaba al indio; la explotación de la realidad lo desangraba. De la esclavitud a la encomienda de servicios, y de esta a la encomienda de tributos y al régimen de salarios, las variantes en la condición jurídica de la mano de obra indígena no alteraron más que superficialmente su situación real, la Corona consideraba tan necesaria la explotación humana de la fuerza de trabajo aborigen, que en 1601 Felipe III dictó reglas prohibiendo el trabajo forzoso en las minas, y simultáneamente, envió otras instrucciones secretas ordenando continuarlo « en caso de que aquella medida hiciese flaquear la producción »

Del mismo modo, entre 1616 y 1619 el visitador y gobernador Juan de Solórzano hizo una investigación sobre las condiciones de trabajo en las minas de mercurio de Huancavelica: «...el veneno penetraba en la pura médula, debilitando los miembros todos y provocando un temblor constante, muriendo los obreros, por lo general, en el espacio de cuatro años », informó al Consejo de Indias y al monarca. Pero en 1631 Felipe IV ordenó que se continuara allí con el mismo sistema, y su sucesor, Carlos II, renovó tiempo después el decreto. Estas minas de mercurio eran directamente explotadas por la Corona, a diferencia de las minas de plata, que estaban en manos de empresarios privados.
La América de Voltaire, habitada por indios perezosos y estúpidos, tenía cerdos con el ombligo a la espalda y leones calvos y cobardes. Bacon, De Maistre, Montesquieu, Hume y Bodin se negaron a reconocer como semejantes a los «hombres degradados» del Nuevo Mundo. Hegel habló de la impotencia física y espiritual de América y dijo que los indígenas habían perecido al soplo de Europa.

El padre Bartolomé de las Casas agitaba la corte española con sus denuncias contra la crueldad de los conquistadores de América: en 1557, un miembro del real consejo le respondió que los indios estaban demasiado bajos en la escala de la humanidad para ser capaces de recibir la fe.

Las Casas dedicó su fervorosa vida a la defensa de los indios frente a los desmanes de los mineros y los encomenderos. Decía que los indios preferían ir al infierno para no encontrarse con cristianos.

A los conquistadores y colonizadores se les «encomendaban» indígenas para que los catequizaran. Pero como los indios debían al « encomendero » servicios personales y tributos económicos, no era mucho el tiempo que quedaba para introducirlos en el cristiano sendero de la salvación. En recompensa a sus servicios, Hernán Cortés había recibido veintitrés mil vasallos; se repartían los indios al mismo tiempo que se otorgaban las tierras mediante mercedes reales o se las obtenía por el despojo directo.

La conquista rompió las bases de aquellas civilizaciones. Peores consecuencias que la sangre y el fuego de la guerra tuvo la implantación de una economía minera. Las minas exigían grandes desplazamientos de población y desarticulaban las unidades agrícolas comunitarias; no solo extinguían vidas innumerables a través del trabajo forzado, sino que además, indirectamente, abatían el sistema colectivo de cultivos. Los indios eran conducidos a los socavones, sometidos a la servidumbre de los encomenderos y obligados a entregar por nada las tierras que obligatoriamente dejaban o descuidaban.

En la costa del Pacífico los españoles destruyeron o dejaron extinguir los enormes cultivos de maíz, yuca, frijoles, pallares, maní, papa dulce; el desierto devoró rápidamente grandes extensiones de tierra que habían recibido vida de la red incaica de irrigación. Cuatro siglos y medio después de la conquista solo quedaban rocas y matorrales en el lugar de la mayoría de los caminos que unían el imperio. Aunque las gigantescas obras públicas de los incas fueron, en su mayor parte, brotadas por el tiempo o por la mano de los usurpadores, restan aún, dibujadas en la cordillera de los Andes, las interminables terrazas que permitían y todavía permiten cultivar las laderas de las montañas.

Un técnico norteamericano [2], estimaba, en 1936, que si en ese año se hubieran construido, con métodos modernos, esas terrazas, hubieran costado unos treinta mil dólares por acre. Las terrazas y los acueductos de irrigación fueron posibles, en aquel imperio que no conocía la rueda, el caballo ni el hierro, merced a la prodigiosa organización y a la perfección técnica lograda a través de una sabia división del trabajo, pero también gracias a la fuerza religiosa que regía la relación del hombre con la tierra – que era sagrada y estaba, por lo tanto, siempre viva.

También habían sido asombrosas las respuestas aztecas al desafío de la naturaleza. En nuestros días, los turistas conocen por «jardines flotantes» las pocas islas sobrevivientes en el lago desecado donde ahora se levanta, sobre las ruinas indígenas, la capital de México. Estas islas habían sido creadas por los aztecas para dar respuesta al problema de la falta de tierras en el lugar elegido para la creación de Tenochtitlán. Los indios habían trasladado grandes masas de barro desde las orillas y habían apresado las nuevas islas de limo entre delgadas paredes de cañas, hasta que las raíces de los árboles les dieron firmeza. Por entre los nuevos espacios de tierra se deslizaban los canales de agua. Sobre estas islas inusitadamente fértiles creció la poderosa capital de los aztecas, con sus amplias avenida, sus palacios de austera belleza y sus pirámides escalonadas: brotada mágicamente de la laguna, estaba condenada a desaparecer ante los embates de la conquista extranjera. 

Cuatro siglos demoraría México para alcanzar una población tan numerosa como la que existía en aquellos tiempos. Los indígenas eran, como dice Darcy Ribeiro, el combustible del sistema productivo colonial. «Es casi seguro – escribe Sergio Bagú- que a las minas hispanas fueron arrojados centenares de indios escultores, arquitectos, ingenieros y astrónomos confundidos entre la multitud esclava, para realizar un burdo y agotador trabajo de extracción. Para la economía colonial, la habilidad técnica de esos individuos no interesaba. Solo contaban ellos como trabajadores no calificados» o no se perdieron todas las esquirlas de aquellas culturas rotas.

Otros héroes que el tiempo se ocupó de rescatar de la derrota fueron los mexicanos Hidalgo y Morelos. Miguel Hidalgo, que había sido hasta los cincuenta años un apacible cura rural, un buen día echó a vuelo las campanas de la iglesia de Dolores llamando a los indios, a luchar por su liberación:

« ¿Queréis empeñaros en el esfuerzo de recuperar, de los odiados españoles, las tierras robadas a vuestros antepasados hace trescientos años? ». Levantó el estandarte de la virgen india de Guadalupe, y antes de seis semanas ochenta mil hombres lo seguían, armados con machetes, picas hondas, arcos y flechas. El cura revolucionario puso fin a los tributos y repartió las tierras de Guadalajara; decretó la libertad de los esclavos; abalanzó sus fuerzas sobre la ciudad de México. Pero fue finalmente ejecutado, al cabo de una derrota militar y, según dicen, dejó al morir un testimonio de apasionado arrepentimiento. La revolución no demoró en encontrar un nuevo jefe, el sacerdote José María Morelos: « Deben tenerse como enemigos todos los ricos, nobles y empleados de primer orden... ». Su movimiento –insurgencia indígena y revolución social- llegó a dominar una gran extensión del territorio de México hasta que Morelos fue también derrotado y fusilado. La independencia de México, seis años después, « resultó ser un negocio perfectamente hispánico, entre europeos y gentes nacidas en América... una lucha política dentro de la misma clase reinante ». El encomendado fue convertido en peón y el encomendero en hacendado.

Por Eduardo Galeano 

[1] Gonzalo Fernández de Oviedo, Historia general y natural de las Indias, Madrid, 1959. la interpretación hizo escuela. Me asombra leer, en el último libro del técnico francés René Dumon, Cuba, est-il socialiste?, Paris 1970: “Los indios no fueron totalmente exterminados. Sus genes subsisten en los cromosomas cubanos. Ellos sentían una tal aversión por la tensión que exige el trabajo continuo, que algunos se suicidaron antes que aceptar el trabajo forzado ...”
[2] Un miembro del Servicio Norteamericano de Conservación, según John Collier.

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