domingo, 18 de septiembre de 2016
Color e identidad: los orígenes del rosa mexicano
En las oscuras y sucias calles del Londres de mediados del siglo XIX se fundó el Royal College of Chemistry, siendo el químico alemán August Wilhelm Hofmann su primer director. En plena Revolución industrial, el principal cometido de la industria química en Inglaterra era la aplicación de los nuevos descubrimientos en el campo de la química orgánica, propiciada en gran medida por los experimentos realizados a partir del abundante subproducto de la industrialización: el alquitrán de hulla. A partir de los experimentos que Hofmann realizó con este material, pudo descubrir nuevos compuestos como el formaldehido y, junto con sus alumnos, logró perfeccionar los métodos para la extracción de benceno y del tolueno y convertirlos en compuestos nítricos. Ahora sabemos que fue quizás la industria bélica la que se vio mayormente beneficiada con estos importantes avances.
Uno de sus alumnos más distinguidos fue William Henry Perkin, a quien le fue encargada la noble tarea de encontrar la fórmula para producir, a partir del alquitrán, un sustituto sintético para la escasa y costosa quinina que se utilizaba para tratar la malaria, enfermedad muy extendida entre los colonialistas europeos. Perkin y su equipo sintetizaron de manera accidental un nuevo producto de un violeta intenso que llamaron “malveína”, debido a su parecido con los tintes naturales extraídos de las flores de malva. Perkin también descubrió un intenso tinte rojo conocido como carmesí de alizarina, sólo que la compañía bávara de anilinas, la basf, logró anticiparse con la patente. Otras compañías germanas como la agfa (Aktiengesellschaft für Anilin Fabrikation), la Hoechst y Bayer, desplazaron a las compañías inglesas convirtiendo a Alemania en la más grande potencia química y farmacéutica de la Europa de finales del siglo XIX.
La anilina (del añil o índigo) fue un descubrimiento descomunal que tuvo un enorme impacto en la economía del mundo. La gama cromática, que abarca del azul al rojo, siempre fue muy cotizada y muy costosa de producir, particularmente para la tinción de diversos textiles. Con el descubrimiento de estos tintes sintéticos, las enormes crinolinas que usaban las damas de sociedad europeas podían teñirse de violeta, de azul y de rosa a mucho menor costo que en toda la historia pasada. De hecho, cuando naciones enteras subsistían en gran medida de la producción de tintes naturales (como el índigo de India), sus economías se fueron a pique. Cuenta el químico e historiador del color inglés Philip Ball que, en 1860, la compañía Simpson, Maule y Nicholson fabricó un rojo de anilina que nombraron inicialmente como roseine, pero que finalmente se hizo más conocido por el nombre que persiste hasta el día de hoy: “magenta”, en honor de la ciudad italiana donde el ejército francés se enfrentó al austríaco en junio de 1859 y que había sido noticia de primera plana.
Uno de sus alumnos más distinguidos fue William Henry Perkin, a quien le fue encargada la noble tarea de encontrar la fórmula para producir, a partir del alquitrán, un sustituto sintético para la escasa y costosa quinina que se utilizaba para tratar la malaria, enfermedad muy extendida entre los colonialistas europeos. Perkin y su equipo sintetizaron de manera accidental un nuevo producto de un violeta intenso que llamaron “malveína”, debido a su parecido con los tintes naturales extraídos de las flores de malva. Perkin también descubrió un intenso tinte rojo conocido como carmesí de alizarina, sólo que la compañía bávara de anilinas, la basf, logró anticiparse con la patente. Otras compañías germanas como la agfa (Aktiengesellschaft für Anilin Fabrikation), la Hoechst y Bayer, desplazaron a las compañías inglesas convirtiendo a Alemania en la más grande potencia química y farmacéutica de la Europa de finales del siglo XIX.
La anilina (del añil o índigo) fue un descubrimiento descomunal que tuvo un enorme impacto en la economía del mundo. La gama cromática, que abarca del azul al rojo, siempre fue muy cotizada y muy costosa de producir, particularmente para la tinción de diversos textiles. Con el descubrimiento de estos tintes sintéticos, las enormes crinolinas que usaban las damas de sociedad europeas podían teñirse de violeta, de azul y de rosa a mucho menor costo que en toda la historia pasada. De hecho, cuando naciones enteras subsistían en gran medida de la producción de tintes naturales (como el índigo de India), sus economías se fueron a pique. Cuenta el químico e historiador del color inglés Philip Ball que, en 1860, la compañía Simpson, Maule y Nicholson fabricó un rojo de anilina que nombraron inicialmente como roseine, pero que finalmente se hizo más conocido por el nombre que persiste hasta el día de hoy: “magenta”, en honor de la ciudad italiana donde el ejército francés se enfrentó al austríaco en junio de 1859 y que había sido noticia de primera plana.
La enorme gama de productos teñidos, pintados, entintados o que incorporan en su material el amplísimo espectro de rosas, fucsias, violetas, magentas y rojos que se sintetizan actualmente a partir de estos colorantes, es inmensa e incluye ropa, coches, libros y revistas, juguetes, mochilas, productos artesanales, lonas y todo tipo de plásticos. Pareciera, por lo menos en México, que estamos invadidos por objetos en “rosa mexicano” o de colores similares (si es que aceptamos esta nomenclatura como un color oficial).
Cromática de la “mexicanidad”
Se ha repetido de manera insistente que México es un país muy colorido. Incluso sigue existiendo una política pública, impulsada por el entonces presidente Felipe Calderón, respecto a la “marca país México”, que hace hincapié en el uso de colores “cálidos, estridentes y vivos” que representen nuestra enorme “riqueza visual”. Sin lugar a dudas, y en muchos sentidos, el nuestro sí es un país que tiene cierta inclinación por el color, lo cual es evidente en nuestros mercados, en muchos de nuestros trajes regionales, en la arquitectura de algunas ciudades y aun en nuestra cultura culinaria. Es tal nuestro orgullo por el color nacionalista, que aseguramos que nuestros artistas han sido algunos de los mejores coloristas del mundo, como es el caso de Rufino Tamayo, quien “nació con las manos llenas de color” nativo de Oaxaca y, por lo tanto, “heredero de las grandes culturas prehispánicas”. Otro ejemplo que se repite con frecuencia es el del famoso color rosa de Luis Barragán quien, por su parte, declaró alguna vez que su paleta provenía en realidad de los surrealistas, en particular de “De Chirico, Balthus, Magritte, Delvaux y [sí] Chucho Reyes.”
De acuerdo con la mayoría de las fuentes disponibles, los pueblos “más civilizados” han rechazado históricamente el uso de colores intensos. Para algunos teóricos del pasado, como Johann w. von Goethe, el extendido uso del color es más característico de los países que se ubican en las regiones más calientes del planeta. Por otro lado, en su famosa Teoría de los colores, el poeta romántico demuestra ser un pensador racista, pues llega a afirmar que el color de la piel “indica una diferencia de carácter” y que el de los europeos, que “varía del blanco al amarillento, pardusco o rojizo […] es el más hermoso”. En cambio, el rojo (o “colorado” –el color por antonomasia–) es preferido por las personas “robustas y rudas”, por los niños y, por ende, por los pueblos salvajes y primitivos. Para los conquistadores españoles del siglo xvi, el gusto por el color de los nativos americanos era considerado incluso demoníaco (Goethe usa la palabra “peligroso”; gefährlich en la edición original).
El “rosa mexicano”, una versión rebajada pero intensa del rojo, entraría en estas categorías (véanse los escritos de Motolinía y Sahagún en México y Poma de Ayala en Perú). Aquí cabe recordar que dicho color no existía en las paletas prehispánicas, no obstante distintos tipos de rojo sí eran apreciados y sí se utilizó ampliamente como tinte, extraído de diversas plantas, insectos y moluscos.
La verdadera modernización de nuestro país no inició sino hasta finalizada la Revolución, y con ella se introdujeron masivamente los tintes artificiales, sustituyendo casi hasta la extinción muchos de los productos naturales que genera nuestro rico país. Como sabemos, todos los gobiernos postrevolucionarios han participado en una campaña orientada a la cohesión social basada principalmente en el fortalecimiento del nacionalismo y en la creación de una identidad. Paradójicamente, la gran mayoría de estos gobiernos ha sido de derecha, como casi todos los nacionalismos. Durante la búsqueda de esta famosa identidad mexicana y nacionalista, surgieron diversos grupos que se caracterizaron por su xenofobia y su conservadurismo. Después de la Revolución, como parte del proceso nacionalista que definió nuestra idiosincrasia presente, se multiplicaron los grupos derechistas en México, particularmente durante el cardenismo, que fue el gobierno postrevolucionario más orientado hacia el pensamiento de izquierda. Esta polarización se fue definiendo aún más durante la Guerra fría en las décadas posteriores. Cuando terminó la segunda guerra mundial, y coincidiendo con el macartismo, el entonces presidente Miguel Alemán impulsó una doctrina llamada “de la mexicanidad” y la mayoría de los medios masivos de comunicación se unieron a esta campaña, fuertemente anticomunista.
En medio de este período surgió la idea de un “rosa mexicano”. Alrededor de 1948, Ramón Valdiosera, un joven diseñador de modas, supuestamente inspirado en la indumentaria de los grupos étnicos y el color de las buganvilias, lanzó una colección que tuvo amplia aceptación entre las mujeres de la alta sociedad mexicana, encabezadas por actrices como Dolores del Río y María Félix. Cuando se presentó en el hotel Waldorf Astoria de Nueva York, los periodistas estadunidenses lo bautizaron como mexican pink y posteriormente recibió el espaldarazo de Alemán como una especie de embajador de la mexicanidad en el extranjero y entre el jet set.
Como se mencionó antes, fueron las principales compañías farmacéuticas las encargadas de sintetizar esta nueva gama cromática, a la cual pertenecen los tintes orgánicos que se usan para producir los rojos, violetas y rosáceos que tanto se utilizan hoy en día para la elaboración de un sinfín de productos comerciales que hace cincuenta o más años hubieran resultado extremadamente costosos. Entre otras cosas, y desde su fundación, estos mismos megaconsorcios productores han sido responsables de casi todos los explosivos y venenos que se emplean en la guerra y son los dueños, por así decirlo, de la producción de la mayoría de los colorantes sintéticos disponibles en el mercado.
Curiosamente, la relación entre el colorismo y el nacionalismo exacerbado no es exclusiva de nuestro país. Cuando los cromoluminaristas (puntillistas) y posteriormente los famosos fauves, como Henri Matisse, llegaron a la costa del sur de Francia en busca de la “luz y el color mediterráneos”, también arribaron a la cuna del ultranacionalismo francés. Fue en esta región donde se fundó el movimiento de Acción Francesa, mismo que publicó las revistas L’Occident (con la cual colaboró el pintor Maurice Denis) y La Rénovation Esthétique, de Émile Bernard, discípulo de Cézanne. Lamentablemente, nada de todo lo antedicho parece haber influido para moderar al menos la campaña de “rosificación” de nuestra nueva Ciudad de México, donde los miles de taxis, las fachadas de los verificentros, las credenciales de los adultos mayores y prácticamente toda papelería oficial, incluidas las boletas que emite la tesorería, nos han invadido como nunca antes •
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