jueves, 30 de junio de 2016
El valle de las “Siete Luminarias”
Cráter - Valle de las “Siete Luminarias” |
Hablando de
“estrellas” me viene a la memoria otro increíble paraje de este planeta
“encantado”: el valle de Santiago, en el centro de México. Allí, al recorrerlo,
tuve la oportunidad de adentrarme en un nuevo enigma, íntimamente vinculado a
las estrellas que dan forma a la llamada “Osa Mayor”. En realidad no debería
hablar de un enigma, sino de varios... Pero arrancaré por el que me condujo
hasta el citado valle, en el estado de Guanajuato. En una superficie de siete
kilómetros cuadrados se alzan siete volcanes extinguidos. Antes de la llegada
de los conquistadores la región recibía el nombre de “Camémbaro” que,
justamente, viene a significar “País de las Siete Luminarias”, en recuerdo siempre según la tradición
de las “antorchas” que manaban de los mencionados cráteres. Y con los
españoles, “Camémbaro” fue sustituido por valle de Santiago, fundándose la
ciudad del mismo nombre a poco más de 1.700 metros de altitud. Esto ocurría en
mayo de 1607. Pues bien, por aquellas fechas, los misioneros y cronistas
recibieron detalles en torno a algunos de los misteriosos sucesos que se
registraban en el interior de los dormidos volcanes, cuyo magma había sido
reemplazado por lagos de aguas profundas y turquesas. En uno de ellos conocido
hoy como “La Alberca” habitaba un monstruo que recibía el nombre de “Chan”. En
el de “Yuriría”, la laguna cambiaba de color poco antes de los terremotos...
Pero fue en nuestro
siglo cuando, al sobrevolar y fotografiar las “Siete Luminarias”, las tomas
aéreas pusieron de manifiesto “algo” sorprendente: los siete volcanes
principales del valle de Santiago se hallaban distribuidos “a imagen y
semejanza” de la famosa constelación del “Cano” u “Osa Mayor”. Y en honor a la
verdad, cuando uno examina estas fotografías tiene que reconocer que la
coincidencia, cuando menos, es desconcertante. Los siete círculos coinciden
casi a la perfección con las siete estrellas fundamentales de la referida
constelación. Por supuesto, para una mente medianamente racional, este hecho
sólo puede ser considerado como una “simple y curiosa casualidad” o como un
“capricho de la naturaleza”. Y puede que esté en lo cierto. O puede que no...
Porque hay algo mas. Algo que contribuye a complicar el misterio. Me fue comunicado
por la investigadora Guadalupe Rivera de Iturbide. Alertada por estas imágenes
y por los estudios del ilustre pensador mexicano Ignacio Ramírez en el siglo
pasado, la directora del Instituto de Investigaciones Históricas de la
Revolución Mexicana puso en marcha un ambicioso proyecto, consistente en el
levantamiento topográfico de la totalidad del país. Partiendo de la base de que
numerosas ciudades del viejo continente en especial las griegas habían sido
diseñadas de acuerdo con los mapas zodiacales, fue inspeccionando los
asentamientos del territorio mexicano, verificando con asombro cómo cada uno de
los poblamientos se correspondía con una determinada constelación. Y según la
doctora Rivera, el valle de las “Siete Luminarias” constituía el centro geográfico
matemático de la “gran espiral” que cubre todo México. Y sus hallazgos fueron
más allá de lo imaginable. Porque, al estudiar y relacionar el antiguo
calendario azteca con este asunto, Guadalupe Rivera llegó a la conclusión de
que cada 1.040 años, la “Osa Mayor” termina situándose en la vertical de los
mencionados siete volcanes. ¿Otra casualidad?.
Pero, como insinuaba
anteriormente, en este paradisíaco lugar se dan otros fenómenos, a cual más
extraño. Olvidaré
temporalmente la historia de “Chan” y centraré mi atención en el cráter “Yuriría”.
Cuando lo
inspeccioné, el nivel de la laguna que lo llena desde tiempo inmemorial había
descendido notablemente. Y los nativos se mostraban preocupados. Porque las
aguas de esta caldera según la tradición y las más modernas observaciones
disfrutan de una singular virtud: cambian de color antes de los terremotos. Desde hace años,
atraídos por semejante circunstancia, numerosos investigadores en especial
biólogos y vulcanólogos han ido desfilando por las orillas de este lago
interior, a la búsqueda de una explicación. Y, en efecto, algunos han sido
testigos de excepción del súbito y siempre alarmante proceso. De pronto, las
verdes y apacibles aguas adquieren una coloración rojiza. Y en cuestión de días
o semanas, bien en México o en cualquier otro punto del planeta, se registra un
movimiento telúrico. Así ocurrió en Julio de 1985. Los habitantes del valle de
Santiago descubrieron con horror cómo el “Yuriría” había modificado el color de
sus aguas, ofreciendo una amenazante tonalidad sanguinolenta y un intenso y
pestilente olor. Aquélla era la “señal”. Mes y medio después, el 19 de
septiembre, la ciudad de México era azotada por un violento seísmo. Y otro
tanto aconteció en 1989. En septiembre, el lago amaneció teñido de rojo sangre.
Días más tarde, en octubre, sendos movimientos sísmicos asolaban China y
California. El cráter, una vez más, lo había advertido.
Y aunque es ahora,
merced a la moderna tecnología, cuando se ha empezado a tomar en consideración
el insólito “proceder” del “Yuriría”, la verdad es que las noticias sobre tan
extraña “virtud” se pierden en la noche de los tiempos. Naturalmente, como
sucede con harta frecuencia, siempre fueron tomadas como “fantasías del
populacho” o “supersticiones propias de pueblos incultos y atrasados”. Y la
ciencia ha tenido que doblegarse ante la abrumadora realidad, reconociendo, en
definitiva, que las viejas leyendas y tradiciones no eran sólo fruto de la
imaginación popular. El propio nombre del antiquísimo asentamiento humano
existente junto al volcán ”Yuririapúndaro” nos habla ya del conocimiento de
estos hechos por parte de los pobladores originarios. Porque “Yuririapúndaro” significa
“lago de sangre”.
¿Y qué opinan los científicos sobre tan asombroso enigma?
Hoy por hoy se
muestran cautelosos. Los análisis de las muestras extraídas en pleno “cambio”
de tonalidad han arrojado una importante pero todavía insuficiente “pista”: el “rojo sangre” de
las aguas se debe fundamentalmente a la presencia en la superficie del lago de
un microorganismo protozoario flagelado de color rojizo. No cabe duda, por
tanto, que la modificación de la tonalidad natural del lago obedece a la
irrupción, posiblemente desde el fondo, de esta suerte de microorganismos.
Pero, ¿qué es lo que provoca el repentino desplazamiento de estas colonias de
seres vivos? ¿Quizá una serie de ondas subterráneas desconocidas aún para la
Ciencia que precede a los terremotos propiamente dichos? ¿Y por qué en las
aguas del “Yuriría” y no en las de los volcanes próximos? Podríamos aceptar
que, en el caso de los seísmos de la ciudad de México o California, la
proximidad de dichos lugares pudiera provocar un fenómeno previo de distorsión
en las profundidades del referido cráter. Pero ¿y en el caso de China?.
Los frutos del Paraíso
Y para cerrar estos
breves apuntes en torno al enigmático valle de las “Siete Luminarias” quizá
debería hacer mención del no menos misterioso cerro de Culiacán, que se alza a
una decena de kilómetros de los cráteres. Allí, según la leyenda, existe una
“mágica ciudad subterránea”. Pero pospondré mis investigaciones en las faldas y
cima de este coloso para una mejor ocasión y en beneficio de otro enigma que,
de no haberlo visto con mis propios ojos, difícilmente lo hubiera aceptado.
Porque, ¿quién puede imaginar una col de cuarenta y tres kilos? ¿Cómo aceptar
que la tierra pueda ofrecer matas de apio de un metro de altura, cañas de maíz
de cuatro, hojas de acelga de 1,85 metros o que, de una sola semilla de
cebolla, nazcan hasta doce ejemplares, con un peso total de quince kilos?
Sé que puede parecer
una fantasía, muy propia de libros y películas de ciencia-ficción. A las
imágenes me remito. Ellas hablan por sí solas.
Todo empezó en los años
setenta y justa y misteriosamente en los dominios del valle de Santiago. Varios
campesinos y vecinos del lugar entre los que destacan José Carmen García
Hernández y Óscar Arredondo Ramírez sorprendieron a propios y extraños con unos
frutos gigantescos, como jamás se había visto en la historia de México y, si me apuran, del
resto del mundo.
Como es natural, la
noticia voló, conmocionando a las autoridades y estamentos oficiales. Y una
legión de expertos se personó en los terruños, verificando la realidad de
semejante “revolución agrícola”. Pero, desconfiados, sometieron a los
“artífices” de las gigantescas cosechas a una prueba de fuego. Y en 1977, en un
campo experimental próximo a Tampico (Tamaulipas), ingenieros agrícolas del
gobierno y los campesinos de Santiago se enfrentaron en un curioso reto. Los
unos sembraron las hortalizas siguiendo los métodos tradicionales. Los otros
pared con pared, según su secreto saber y entender. El resultado fue
espectacular. Mientras los ingenieros obtenían una producción media por
hectárea de ocho toneladas, el “campo” de los “revolucionarios” superaba las
cien... Y la “mágica fórmula” según los depositarios del preciado tesoro era
extensible a todo tipo de productos: cereales, flores, tubérculos, etc. Y lo
demostraron. Las formidables “cosechas” comenzaron a invadir los mercados de la
región. Y durante un tiempo, los hogares de los santiaguinos se vieron
beneficiados por este “regalo de los cielos”. Baste decir que, por ejemplo, con
dos monumentales hojas de acelga podía alimentarse toda una familia. Y algo
similar ocurría con las patatas, maíz, cebollas, coles y demás verduras.
La esperanzadora
noticia, sin embargo, no agradó a las multinacionales. Tal y como habían
demostrado los impulsores de este sensacional hallazgo, la siembra y los
cuidados de los productos sometidos a la “secreta fórmula” no requerían de
fertilizantes ni pesticidas. El proceso se desarrollaba de forma natural, sobre
cualquier tipo de suelo y bajo unas condiciones climáticas y de riego
enteramente normales. Y surgieron las amenazas y presiones. Y los campesinos se
vieron obligados a abandonar sus experimentos y sus tierras. Uno de ellos,
incluso, terminaría en prisión. Y la “gran revolución agrícola” fue abortada.
Las multinacionales,
sin embargo, no consiguieron arrancarles el “secreto” de tan prodigioso
sistema. Un “secreto” que ha sido transmitido a un escogido grupo de amigos
incondicionales de los “revolucionarios” mexicanos. Un “secreto” que guarda una
íntima relación con el noble arte de la astrología y que según mis confidentes ”fue legado a estos habitantes del enigmático valle de las Siete Luminarias” por
seres “no humanos”.
Sé que estas
aseveraciones pueden hacer sonreír malévolamente a los incrédulos y escépticos.
Están en su derecho. Pero ¿pueden ellos de la mano de la ciencia oficial obrar
un “milagro” semejante?.
Y puede que llegue el día cuando los valores espirituales del hombre hayan madurado en que ese “secreto” se abra de nuevo al mundo, en beneficio de todos.
Por J.J.Benítez
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